viernes, 30 de septiembre de 2016

La única lucha




Es muy común escuchar a las personas referirse a la vida en términos de lucha. “Hay que lucharla”, te dicen. “Luché toda la vida”, “la vida es una lucha”.
Más allá del lenguaje y las expresiones – más o menos certeras y que pueden tener su lugar – ver la vida en términos de lucha es muy peligroso, frustrante y desgastante.

Aprender la visión mística sobre la vida nos ayuda a recorrer otros caminos: más sabios y por ende, más humanos. Caminos de plenitud.
Aprender la visión mística nos sugiere paulatinamente que la única lucha que vale la pena es la lucha para dejar de luchar.

Antes que nada lo esencial: dejar de separar, dejar de ver separación donde hay unidad.
“La vida y yo” o “la vida y nosotros” no somos dos realidades distintas. En realidad solo existe la Vida, la única Vida de la cual todos participamos y todo participa.
Cada uno y cada cosa es expresión de la única Vida. Hablar de “mi” o “nuestra” vida es un absurdo; simplemente lo aceptamos convencionalmente para poder entrar en comunicación y entendernos.

Me parece más ajustado hablar de “existencia”: todo existe porque participa – está participando – de la Vida.
Hablar entonces de la existencia como lucha o, peor, vivir nuestro existir como lucha no nos lleva muy lejos, a pesar de las apariencias y la superficie. Tal vez algo se consigue, pero los costos son altos: la salud, la alegría, la paz interior.
Antes que nada una simple y contundente constatación: “la Vida siempre tiene la razón”.
Ya lo decía – más o menos con las mismas palabas – el gran poeta Rainer María Rilke: ¡bendita percepción de los poetas!

La Vida nos precede, nos sostiene y continua. La Vida va por su cauce, que nos guste o no nos guste. Aceptar que no tenemos el control es todo un aprendizaje, tal vez el aprendizaje más difícil. Creemos poder manejar la Vida a nuestros antojos, creemos que nuestras decisiones podemos llegar a controlar la Vida. En realidad la Vida “nos ocurre”, como inesperado regalo.
Y esta Vida, la única Vida, se manifiesta en lo que está ocurriendo aquí y ahora. Así de simple, así de maravilloso. Todas las tradiciones espirituales insisten en este punto. Una y otra vez.

Lleguemos al punto clave planteándonos unas preguntas:

¿Tiene sentido luchar en contra de lo que está ocurriendo aquí y ahora? ¿Luchar en contra de lo que es? ¿Luchar en contra de la vida?

Estás preocupado, por ejemplo. ¿Tiene sentido luchar en contra de algo que ya es?
La preocupación la sentís, está ocurriendo. Es la Vida, aquí y ahora. No querer sentirla, negarla, luchar en contra es inútil. Estás yendo en contra de lo que ya es.
Un ser querido fallece. Sobreviene una enfermedad. Hay dificultades económicas. Incomprensiones en la familia.
¿Tiene sentido negar algo que ya está ocurriendo? Es la Vida, que se manifiesta aquí y ahora de esta manera. Es la Vida, no lo olvidemos. La Vida que se manifiesta así. Pongas tu atención en la misma Vida más allá de su manifestarse. Centrate en lo esencial – la Vida – y no en sus transitorias manifestaciones.
Luchar en contra o negar lo que está ocurriendo – lo que ya es de alguna manera – nos produce más dolor que la simple y pura aceptación.

Una forma sutil de luchar es resistir: nos resistimos interiormente a lo que ya es. No lo aceptamos.
La Vida solo pide nuestro sí: radical, feliz, enamorado.
La Vida nos pide alinearnos con ella, humildemente.
La Vida nos pide sintonía.
No luchar en contra ni resistir, sino alineación. Una vez alineados con la vida todos los esfuerzos, el entusiasmo, el trabajo, cobran su más hondo sentido y toda su fuerza.
Te vas convirtiendo en Uno con la Vida. Fluyes con la Vida, en armonía.
Y esto, milagrosamente, disuelve también el mal o lo que etiquetamos como “mal”.
Como el río que gasta la roca, no por ir en su contra, sino por abrazarla con suavidad y compasión.

Todo esto obviamente no significa que en ocasiones habrá que pararse firmemente frente a la violencia, las injusticias y el ciego egoísmo. O que no podamos “defendernos” y cuidar nuestra valiosa existencia. Pero será siempre a partir del “si” a la Vida, de la aceptación de lo que es. Porque habremos comprendido que “el mal” es Vida que se manifiesta distorsionada, Vida ciega en busca de luz, Vida que gime, Vida que anhela tu “sí”, nuestro “sí”, aquí y ahora.

La única lucha que vale la pena: dejar de luchar.







domingo, 25 de septiembre de 2016

Lucas 16, 19-31




En este domingo Lucas nos presenta una parábola muy fuerte en sus tonos y su mensaje.
Es conocida como la parábola de Lázaro y el rico Epulón: en realidad el pobre tiene nombre y el rico no. “Epulón” viene de quien presidía los grandes banquetes romanos.
Ya este dato llama la atención y nos da una pista de comprensión de la parábola. La riqueza, entendida como el apego que nos esclaviza, nos hace perder de vista nuestra identidad. Es un peligro siempre presente. Aprender a desapegarnos es un camino de descubrimiento de nuestra verdadera identidad.

¿Cuál es el gran “problema” del rico?
La falta de visión. Ni siquiera ve al pobre: ¡No lo ve! No es – en primer lugar – cuestión de una falta moral o de una maldad intrínseca del rico. Esta falta de visión lo lleva a una consecuencia trágica: la indiferencia. Indiferencia que es uno de los grandes problemas sociales, a nivel individual y social. Somos indiferentes porque en el fondo no vemos. “Ver” en el sentido más profundo – bíblica y antropológicamente – indica conocer, experimentar.

¿Estamos realmente viendo el desastre y el dolor de Siria y los refugiados?
¿Es posible todo esto en el 2016?
¿Estamos realmente viendo el dolor y la soledad del vecino?
¿Estamos realmente viendo nuestro propio dolor y nuestras heridas emocionales?
¿Los países ricos están viendo el escandalo de la pobreza y el hambre en un mundo donde la comida sobraría para todos?
¿Estamos viendo la aterradora paradoja de un mundo donde la parte rica tira toneladas de comida y la parte pobre muere de hambre?
¿Estamos realmente viendo que la riqueza mundial está en manos de pocos y la mayoría de la humanidad sobrevive como puede?

Todo esto no lo estamos viendo. Si lo estuviéramos viendo actuaríamos de otra manera, sin duda.
No lo estamos viendo porque huimos del dolor. Huimos antes que nada de nuestro propio dolor. El dolor no asumido en la compasión se transforma en búsqueda de diversión, comodidad y, para quien puede, lujos.
Diversión, comodidad y lujo nos encierran cada vez más y la ceguera se vuelve terrible.
Y ser crea un abismo. Un abismo insalvable, que es lo que experimentan Lázaro y el rico, en un antes y después de la muerte en todo su sentido simbólico. Muerte e infierno en el fondo expresan la experiencia del abismo de la separación.

No deja de ser hasta tragicómico que hoy en día el nombre de Lázaro resuena justamente no por su pobreza: otro Lázaro con sus amigos fundió un país.
¿Cómo una clase política puede aprovechar de esta manera la autoridad de servicio que les dio la gente? Y el problema es de todos. Tenemos la clase política que generamos, los presos que generamos, los adolescentes que generamos. Cada sociedad es reflejo de sí misma. Es inútil y absurdo apuntar simplemente el dedo. Todos somos responsables. Porque en el fondo somos uno. Hasta que no resuelvas y asuma tu dolor y tu mezquindad serás responsable en gran medida también de lo que pasa afuera.

El poco amor que nos tenemos a nosotros mismos, las luchas internas que tenemos, las huidas de nuestros miedos, las tormentas emocionales que vivimos se reflejan afuera. Y generan las sociedades que tenemos. Encuentra la paz verdadera en ti y el mundo encontrará la paz.

¡Cuantos abismos en nuestro corazón! ¡Cuantos abismos hay en este mundo! ¿Cómo superarlos? ¿Cómo cruzarlos?
Aprendiendo a ver, a conocer, a sentir. Hasta que no vemos, conocemos, sentimos el corazón del otro seguiremos presos de nuestro propio dolor, egoísmo, ceguera.
Sólo cuando habremos aprendido a ver que la humanidad es Una, viene de lo Uno y vuelve a lo Uno, el abismo se llenará. La compasión lo llenará.

Estamos en camino sin duda. El dolor nos despierta. Cuando no queremos ver el dolor golpea a nuestra puerta.
Aceleramos el proceso, por favor. Hacemonos cargo de nuestro dolor, nuestra visión, nuestros abismos.
Empezando por hoy. Empezando por tu dolor incomprendido. Empezando por tu casa, tu familia, tu vecino.


¿Pudiste ver? ¿Estás realmente viendo tu abismo? ¿Estás realmente viendo las personas que viven contigo?

viernes, 23 de septiembre de 2016

Despertamos en Cristo



Nos despertamos en el cuerpo de Cristo 
cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos

Simeón el Nuevo Teólogo


Nos despertamos en el cuerpo de Cristo cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos”: son las primeras frases de un texto místico de Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022). Este texto es uno de lo más hermosos que conozco y desde hace tiempo me acompaña en mi mesa de luz: imposible agotar su profundidad. Un texto cuya belleza me enloquece. Lo cito por entero en el libro “Compasión y plenitud” (pp. 392-393).

Estas primeras frases del texto condensan admirablemente todo el desarrollo posterior.
¿Dónde está Cristo? ¿Afuera o dentro?
Simeón nos sugiere que comprendido eso hemos comprendido la raíz de la experiencia fundante cristiana y de toda mística.
Afuera y adentro, interior y exterior son categorías mentales sujetas al espacio-tiempo. La realidad pura y genuina trasciende estas categorías fundamentalmente psicológicas.
No hay afuera y adentro, no hay interior y exterior. Lo real es siempre aquí y ahora. Lo real es siempre Cristo. Solo hay Cristo, nos dice Simeón.
Un Cristo dormido, un Cristo que hay que despertar, un Cristo que quiere despertar.

Despertar es una expresión usada en las tradiciones espirituales comparable a otras: iluminación, transfiguración, resurrección. Expresa la toma de conciencia plena y radical de esta verdad. Expresa la visión diáfana: por fin vemos que solo hay Cristo. ¡Eureka! hubiera dicho Arquímedes.

A esta visión, a este despertar tiene que llevarnos cada camino espiritual y cada religión. Cualquier otra etapa intermedia será siempre parcial y secundaria.
Cuando despertamos nos damos cuenta que todo es Presencia. Todo es Cristo, expresión de Cristo, manifestación de Cristo, despliegue de Cristo.
Todo. Lo que me pasa adentro: mis percepciones, mi sentir, mis pensamientos, mis emociones. Lo que pasa afuera: lo que hago, lo que veo, las personas, el trabajo, la naturaleza.

Esencial es la comprensión de Cristo. Hay que comprender que entendemos por Cristo. Los cristianos, aferrados a las categorías fijas e individualistas griegas, seguimos asociando el Cristo solamente a la persona individual e histórica de Jesús de Nazaret. “Jesús es el Cristo” expresa sin duda lo central de nuestra fe cristiana, pero entender esta expresión solo en clave individual e histórica nos conduce a un callejón sin salida y deja abiertas varias cuestiones: ¿dónde está ahora Jesús de Nazaret? ¿Quién soy yo en relación a Cristo? ¿dónde se refleja la resurrección en nuestra historia de dolor y muerte? ¿Cómo incide la fe en mi historia y en la historia de la humanidad? ¿Qué relación hay entre cristianismo y demás religiones?
Solo por nombrar algunas cuestiones.

La clave es comprender “Jesús es el Cristo” desde otro nivel de conciencia. En clave mística y espiritual, como hizo Simeón ya en el año 1000. La verdad que estamos medios atrasados.
Jesús vino a revelarnos justamente el Misterio de la Presencia, que él con sus categorías culturales y religiosas llamaba “Padre”. Jesús, a partir de su plena autoconciencia, se descubrió Uno con lo divino y esa experiencia única la llamó Amor. Lo sabemos por experiencia: el amor es siempre experiencia de unidad que nos lleva a la unidad. Jesús logró descubrir que todo es gratuidad, amor, don. Despertó a la Presencia y se dio cuenta que todo era revelación y expresión del Amor. Los evangelios atestiguan todo eso.

Hablar de Jesús como Cristo en esta clave es comprender la experiencia central del maestro de Nazaret: Jesús a través de su autoconciencia tocó la raíz de su ser y se descubrió Cristo: ungido, divino, Hijo. Desde ahí descubrió que la raíz de todo lo existente es la misma. Todo es ungido, divino, hijo. La realidad es cristica, es decir, tiene forma de Cristo. Todo es Cristo, en este sentido. El prologo del evangelio de Juan lo sugiere cuando dice que “todas las cosas fueran hecha por medio de la Palabra”. 

San Pablo lo afirma en sus cartas repetidas veces:

Él es la Imagen del Dios invisible,
el Primogénito de toda la creación,
porque en él fueron creadas todas las cosas,
tanto en el cielo como en la tierra,
los seres visibles y los invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades:
todo fue creado por medio de él y para él.
Él existe antes que todas las cosas
y todo subsiste en él” (Col 1, 15-17).

Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos” (Col 3, 11).

“Él puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas” (Ef 1, 22-23).

Los cristianos nos llamamos “hijos de Dios”: participamos de la experiencia cristica de Jesús, el Primogénito. A través de la experiencia histórica de Jesús de Nazaret nos descubrimos Cristo, como él. Hijos: como él. Uno con lo divino: como él. Despertamos a nuestra autentico ser. Los budistas la llaman “autentica naturaleza”. Los cristianos la llamamos “Cristo interior”.

¿Qué es, quién es, el Cristo interior?

Nuestra raíz divina, eterna. La conciencia Una que se expresa en nuestra individualidad psicosomática. Eso hay que despertar, nos dice Simeón.
Cuando despertamos al Cristo interior, cuando Cristo despierta en nosotros, nos descubrimos Uno con este cuerpo. Nos descubrimos expresión y manifestación del Cristo universal. En el fondo despertamos a la Uno que integra y trasciende las distinciones: solo hay Cristo.
Javier Melloni lo dice así: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos”.

Jesús despertó: se dio cuenta que era el Cristo, es decir, lo divino expresándose plenamente en su humanidad y en todo lo existente.


¿y tu? ¿Despertaste? Simeón nos invita a eso.

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