sábado, 29 de octubre de 2016

Lucas 19, 1-10



El encuentro de Jesús con Zaqueo reviste una importancia particular en los evangelios. Tiene mucho de simbólico más allá del acontecimiento histórico.

Se puede tomar el relato – este hermoso encuentro humano – como un ícono de lo que significa evangelizar.

Zaqueo es un ser humano despreciado, con mala fama, marginado por la “buena sociedad”. Hay también buenas razones: sin duda no brillaba por su honestidad.
Podemos tomar a Zaqueo como ícono de todo ser humano que – con razón o sin razón – sufre desprecio, juicio, marginación, exclusión. También como ícono de todo ser humano marcado la búsqueda del dinero, la comodidad, la riqueza. El egoísmo en el fondo.

Nos podemos reconocer también nosotros: ¿Quién el algún momento de su vida no si sintió despreciado o incomprendido, juzgado o excluido? ¿Quién no tuvo que ligar con su tendencia al egoísmo, a la comodidad, a lo fácil?
En el fondo todos somos un poco Zaqueo. La buena noticia es que también somos Jesús.
Reconocer al Zaqueo que vive en nosotros nos permite reconocer al Cristo que somos.

Zaqueo, desde su condición muy concreta, se la ingenia para encontrarse con Jesús. Zaqueo reconoce su bondad fundamental y su anhelo de plenitud y sube a la higuera. Hay que dar pasos concretos cuando conectamos con lo mejor de nosotros. Quedarse con el anhelo o los buenos sentimientos no nos hace crecer. Hay que dar cumplimiento al anhelo.

Hay amantes que se conforman con el anhelo. Yo no soy uno de ellos” dice maravillosamente Rumi. Zaqueo tampoco se conformó con el anhelo. Quiso ver a Jesús y se subió a la higuera.

¿Cuál es tu higuera? ¿Estás usando tu creatividad para poder ver al Amor?
¿Estás dando pasos concretos?

Jesús ve a Zaqueo. Siempre Dios te ve y te estás viendo. No con el ojo controlador de la famosa imagen del triangulito. Dios te ve porque te estás amando antes de que empiece tu búsqueda del amor. Dios te está viendo y te está amando porque es la raíz misma de tu ser.

Zaqueo percibe la mirada de Jesús y se reconoce en él. Reconoce el comienzo y la plenitud de su anhelo.
Y cambia vida. Solo la mirada transforma. Jesús en el fondo evangeliza con la mirada. Mira bien, mira con atención, mira con amor, mira el amor. No se evangeliza con doctrinas, catecismos, moral: estas cosas vendrán después, a su debido tiempo.
Se evangeliza mirando bien.

Todos murmuraban” nos dice el evangelio. Quien no sabe mirar, quien no aprende a mirar, solo puede juzgar desde su estrecha visión y cortos criterios.

Zaqueo y Jesús siguen su amistad y su camino. Siguen de pie, firmes. Las criticas, los juicios y las incomprensiones no detienen a quien ha visto.

La tiniebla no detiene la luz. Nunca.
Si has visto al Amor, ¿hay algún problema?



viernes, 28 de octubre de 2016

Máximo esplendor



Hace poco, en el documental (recomiendo la visión) “Yo, libre. Un viaje al instante presente” escuché la frase: “siempre la vida está en su máximo esplendor”.  Ya había visto el video varias veces y ya había escuchado esta frase. Frase que esta vez resonó con más fuerza en mi corazón.

La vida siempre está en su máximo esplendor. Es cierto: ¡Qué maravilla! ¡Fantástico!

¿También cuando sufrimos, estamos confundidos, tristes o agobiados?

Sí, sin duda.
La vida es siempre plena y total, aunque su manifestación a veces toma matices que no nos gustan o, mejor, no comprendemos.
Como siempre es nuestra mente y su inercia compulsiva al juicio la que no nos permite experimentar el máximo esplendor.
El juicio sobre la vida y sobre como tendrían que ser las cosas afecta sensiblemente nuestra visión. Vemos la vida y nuestro existir cotidiano desde una perspectiva sumamente reducida y egotista. Nos perdemos el máximo esplendor. Nos perdemos la belleza y la luz.

En realidad el máximo esplendor es la Vida misma. Vida que abarca todo lo que existió, existe y existirá. Todos los cielos, todos los mundos, todos los dioses. Todo suspiro, toda flor, toda sonrisa, todo amanecer. Todo dolor, gemido, anhelo. Todo nacer y todo morir. Cada beso dado o retenido. Cada sabor y olor. Cada sonido y aroma.

En este mismo y único instante la Vida está en su máximo esplendor: mientras en un punto alguien experimenta tristeza, en otro punto otro vive la alegría. Mientras el sol se oculta en un lado aparece en otro. Mientras una pareja se está separando, otra está haciendo el amor. Mientras alguien muere, otro nace. Cuando están talando un árbol, otro es sembrado. Cuando una flor se marchita, un pimpollo está abriendo.

Esa Vida, siempre plena y total, se está manifestando en un punto sencillo y concreto: tu existir aquí y ahora. Pon atención de donde surge tu existir, más allá de las coordenadas concretas y los limites. Ahí radica el máximo esplendor. A la raíz de la Vida eres Uno con todo. Eres Vida misma, plena y total. Eres máximo esplendor.
Nos podemos experimentar de esa manera. Es posible. Más aún: es lo único necesario.
Lo atestiguan todas las tradiciones espirituales de la humanidad y cientos de maestros y sabios.

Es el camino de la interioridad. El camino de las preguntas fundamentales.
El camino que pasa por el silencio, la quietud, la soledad.
El camino que pasa por la atención.
El camino que pasa por la entrega amorosa.
Personalmente no conozco otro.

Hay que reeducarnos. Desaprender para aprender de nuevo. Dudar del pensamiento y estar atentos, sumamente atentos. La Vida se revela a la atención y al cuidado.

Solo el silencio radical nos pone en contacto con la raíz de la Vida, donde palpamos el máximo esplendor. Es el silencio atento, despierto.
Desde este contacto de donde surge la Vida se abre una visión nueva.
Todo lo que vemos lo reconocemos como expresión de la única Vida. Todo. Absolutamente todo.
Todo se vuelve increíblemente bello. Más aún: en su máximo esplendor.





domingo, 23 de octubre de 2016

Lucas 18, 9-14



La parábola que la liturgia de este domingo nos presenta refleja una de las posturas más criticas de Jesús.
Según muchos estudiosos parece que lo que más molestaba a Jesús era la hipocresía.
Hipocresía que era una actitud bastante común en los fariseos y en general en todo el sistema religioso del tiempo de Jesús… y del nuestro también…

Junto con esto la tajante parábola de hoy nos presenta otra faceta típica del Maestro: la critica a la religión instituida.
Religión e hipocresía parecen ir – increíblemente – de la mano. Y no solo en el cristianismo, sino en todas las religiones o tradiciones instituidas.

¿A que se debe este curioso fenómeno que el evangelio denuncia con fuerza?

Sin dudas las raíces son múltiples y con distintos matices. El ser humano tiende a una postura hipócrita porque en el fondo le falta una aceptación radical de sí mismo y un amor incondicional hacia sí mismo. Las heridas emocionales hacen el resto. La hipocresía surge de una necesidad – a menudo inconsciente – de ser aceptado y amado: surgen las mascaras y las mentiras.
Se llega al absurdo de mentirse a uno mismo, para sentirse más bueno y más a gusto. El camino espiritual tendría que ir desenmascarando todo este aparato defensivo que lleva a la hipocresía.

Cuando aparece el elemento religioso, la hipocresía se vuelve terrible y más difícil de reconocer y desenmascarar. Se usa y manipula la divinidad para defender posturas y comportamientos: justo como el fariseo de la parábola y como toda actitud farisaica.
Cuándo “usamos” a Dios para justificar nuestras posturas y nuestro actuar no queda mucho para hacer. Nada nos cuestiona, nada nos mueve. Es el fanatismo. Es la ceguera.
Por eso que las religiones instituidas rechazan casi automáticamente cualquier critica o cuestionamiento que socave sus fundamentos.

La iglesia misma a lo largo de su historia, no tuvo casi nunca el coraje de leer esta parábola como dirigida a ella misma. “Los fariseos y los hipócritas son siempre los demás…
Postura infantil e inútil, cuando sabemos bien que una de las criticas más contundente a la iglesia y los cristianos hoy en día es justamente la de ser hipócritas.
Jesús es tajante. El evangelio es clarísimo en este punto.
Haríamos bien en reconocernos antes que nada en el fariseo de la parábola de hoy antes que reconocernos en el publicano.

Sugiero dos pistas de crecimiento.

La verdad.
El camino arranca siempre por la verdad, por más dura puede ser. Hay que reconocer nuestras heridas, nuestras mezquindades, nuestros deseos estúpidos y superficiales. Reconocer que muchas veces no vivimos lo que anhelamos y creemos. Reconocer que también somos hipócritas es tal vez el primer paso para una vida más autentica.

La experiencia.
Dejar de manipular a Dios no es fácil. Dejar de usar los dogmas y los preceptos para defender nuestras posturas tampoco es fácil. Hay que volver a la experiencia. Volver a la experiencia es ser auténticos con los que sentimos, no con lo que pensamos. Es volver a la sangre y la carne. Volver a la vida. El pensamiento nos saca de la vida real y es el caldo de cultivo ideal para la hipocresía. En general la hipocresía se alimenta del pensamiento. La sangre y la carne no pueden mentir.
Contestas a estas preguntas desde tu corazón, desde tu sentir, desde tu sangre y tu carne. No conteste desde tu pensamiento.
¿Lo respiro a Dios? ¿Me siento amado plenamente? ¿Veo que todo es Amor? ¿Soy plenamente feliz?
Cualquier respuesta hayas dado es el lugar donde arranca tu verdad y termina la hipocresía.
Es el lugar, el único lugar donde Cristo te puede encontrar.




 



viernes, 21 de octubre de 2016

Lobos y desierto


Ella durmió con los lobos sin miedo, los lobos sabían que un león estaba entre ellos

R.M. Drake



Esta cita maravillosa de este escritor y poeta norteamericano (Drake es el pseudónimo de Robert Macias) nos sitúa en una de las claves de todo camino espiritual y de la meditación en quietud y silencio.

Recorrer hasta el fondo el camino espiritual supone enfrentarse con nuestros miedos y nuestro dolor: los lobos.

La gran mayoría de la gente huye continuamente de sus miedos y su dolor y por eso no puede crecer. Es una ley de la vida espiritual y del crecimiento. A ninguno se nos ahorra el terrible enfrentamiento. Más aún: los maestros espirituales son justamente aquello que tuvieron la valentía de sentarse en quietud y mirar de frente el terror.

Se cuenta que Buda, la noche antes de la iluminación, se sentó en meditación decidido a enfrentarse con el miedo y el terror. Los reconoció, los enfrentó y salió vencedor.

Es la misma experiencia de Jesús en del desierto en las famosas tentaciones. Experiencia tan central en el camino del Maestro de Nazaret que la relatan los tres evangelios sinópticos (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13, Lc 4, 1-13). 


También él, 500 años después de Buda, salió vencedor.

Como Jesús muchos cristianos se fueron al desierto para enfrentarse a sus lobos y a los lobos de toda condición humana. La victoria es siempre individual y colectiva a la vez. Tus lobos son los lobos de todos. Tu victoria es la victoria de todos.

El desierto en la tradición cristiana representa justamente esto: la necesidad de silencio y soledad para reconocer, enfrentarse y vencer nuestros propios miedos, pecados, sufrimientos y soledad.

El pueblo de Dios tuvo que pasar por el desierto para llegar a la tierra prometida. Miles de monjes se fueron al desierto para sentarse con sus lobos. Y salieron leones.
Todos tenemos que pasar por nuestro desierto. Elegirlo ante de que llegue por sí solo es un acto de valentía y de compromiso con el camino espiritual, camino que pasa necesariamente por el autoconocimiento.
El desierto, “este lugar donde no hay nada es el escenario privilegiado para vivir el propio autoconocimiento, puesto que no hay dónde esconderse ni con qué disimular”, nos dice Josep Otón Catalán.

En el silencio de la meditación nos sentamos en quietud y dejamos que aparezcan nuestros lobos. A menudo, por tanto huir, ni conocemos bien nuestros miedos y nuestro dolor. Tanto hemos huido que estamos muy lejos. Pero ellos siguen ahí y sigue actuando en nuestra vidas , esclavizándonos y condicionando terriblemente nuestra breve existencia.
Sentarse, abrirse, mirar, dejar aparecer. Sentarse en el medio de tus miedos y tu dolor es tal vez el acto más valiente que podamos hacer. Aparece el león.

Sentarse en quietud y silencio es aprender a ser un león en medio de los lobos, como sugiere nuestra poética cita. En el zen se habla de la montaña: siéntate como una montaña. Estable, firme, confiada. Los vientos de los miedos y del terror no te quebrará. También los maestros zen repiten a sus discípulos: “¡muérete en tu cojín!”. Qué simbólicamente significa: no te levantes de tu meditación hasta que haya enfrentado y derrotado el terror. Cristianamente Pablo habló de “hombre viejo” y “hombre nuevo”. 
¡No escapes del desierto hasta que el hombre viejo haya muerto y el nuevo haya nacido!

¡Qué hermoso es sentarse como un león o una montaña en medio del miedo y del dolor!

Ahí, realmente, empieza la vida. Empieza el camino espiritual. Empieza y termina.
Ahí está todo. Una vez hayas aprendido a sentarte en medio de tu dolor y tus miedos todo cobra vida, todo cobra un sentido nuevo. Aparece una paz inquebrantable. Surge una confianza indestructible. Te has enfrentado a la muerte y has vencido. Eres un león durmiendo en medio de lobos.
Eres otro Buda, eres otro Cristo. Eres el amor. Ya no hay miedo, ya no hay dolor, ya no hay muerte.

No es sencillo, sin duda. No es mágico tampoco. Requiere coraje y perseverancia. Pero cuando se tiene un destello de la luz que viene de todo eso ya no se puede dejar el camino emprendido.
Después de unos años que me siento en quietud y silencio en medio de mis miedos y dolor me sigo asustando y me sigo sintiendo frágil.
Pero sigo en la certeza que es el camino correcto. Me siento libre, profundamente libre. Y puedo vislumbrar el león que soy y la montaña. Puedo soportar el peso de mis miedos y mi dolor. Puedo mirarlos a los ojos sin huir.
¡Qué libertad!

A menudo estos miedos se disuelven y aparecen por lo que son: fantasmas. Una vez aparece la luz, la oscuridad se disuelve. Así pasa con nuestros miedos y nuestro dolor: una vez aprendamos a mirarlos se empiezan a disolver. Descubrimos que nuestros miedos, nuestros limites, nuestro sufrimiento no son tan terribles como creíamos.

Cerramos los ojos rodeados de lobos y cuando los abrimos hay ángeles: Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo” (Mt 4, 11).

Otras veces nos enfrentamos con lobos más tenaces y reales: las heridas afectivas y emocionales de nuestra historia, nuestra psique frágil y hambrienta de amor, nuestra soledad existencial. Seguimos ahí, sentados. Como un león, como la montaña. De a poco nuestros lobos se transforman. Se vuelven dóciles, se convierten casi en amigos. Los conocemos, los vigilamos. Sabemos manejarlos.

Nace el hombre nuevo. Otro Cristo y otro Buda que pueden acompañar a sus hermanos a sentarse en silencio con sus lobos.


¡Qué hermoso es sentarse como un león o una montaña en medio del miedo y del dolor!

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