domingo, 29 de enero de 2017

Mateo 5, 1-12




Hoy el evangelio nos presenta una de las páginas más famosas y más bellas: las bienaventuranzas. Hay autores que afirman que si se perdiera todo el evangelio pero se conservara esta página tendríamos – de igual forma – todo el mensaje evangélico resumido.

Es importante subrayar el contexto y el pre-texto: Mateo quiere presentar a Jesús como el nuevo Moisés siguiendo así su propósito de presentar al Maestro de Nazaret como el cumplimiento de las promesas de Israel. Los paralelos con Moisés son muchos y fuertes: la montaña, la entrega de la nueva ley, la actitud del maestro.
Y justamente de actitudes se trata. Las bienaventuranzas expresan e indican actitudes frente a la vida. Dicho de otra forma: una manera de ver.
No se trata en primer lugar de indicaciones morales. Estas brotarán de las actitudes correctas.
Y todas las actitudes apuntan a lo mismo: la felicidad.
El estribillo es constante y penetrante: “Dichosos…” o “felices…” Como un taladro que insiste hasta lograr su cometido. Parece que Jesús nos quiere convencer de toda forma que el evangelio es para nuestra felicidad y plenitud.
Sabe que no es fácil convencernos.
La historia del cristianismo lo demuestra de sobra. Tantas veces hemos olvidado lo central, lo único necesario: la felicidad. El evangelio es antes que nada – la palabra misma lo dice – “Buena Noticia”.

Es tiempo de salir definitivamente de una creencia que tenemos incrustada adentro: que la vida es una prueba, que la felicidad es “para después”. Hay oraciones en la tradición cristiana que han alimentado y alimentan estas creencias: recordemos solo la Salve Reina que habla de la vida como “este valle de lágrimas”.
Este no es el Dios cristianos, el rostro de la divinidad que Jesús vino a revelarnos.
Vinimos a este mundo para experimentar la vida en su plenitud y la vida también está hecha de dolor y muerte. Pero la experimentamos y la vivimos desde el gozo de ser.
El evangelio de Juan pone en boca de Jesús estas formidables palabras: “yo los elegí para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn 15, 11).
Jesús vino para eso. Vino para decirnos: la felicidad es posible, Dios los quiere felices.
El budismo – interesante la acotación – lo dice al negativo: la liberación del sufrimiento es posible.

¡Qué revolución! En un mundo siempre tenso, preocupado, egoísta, la única revolución con sentido es la revolución de la alegría.
La revolución cristiana es: la felicidad es posible. La experiencia de plenitud está al alcance de la mano.
Eso si: hay condiciones. Hay actitudes. Hay una manera de ver que nos revela la felicidad siempre presente. Y elegir el lado más frágil y más débil nos ayuda a ver mejor.

Las bienaventuranzas nos revelan la manera de ver ajustada, la manera de ver que hunde la mirada en nuestra identidad más auténtica.
Cuando miramos correctamente, ¿qué vemos?
Vemos que la felicidad no es algo añadido a lo que somos, no es algo que hay que lograr y conquistar. Es – increíblemente – lo que somos. Es un regalo que viene de fábrica. La felicidad nace contigo, es la otra palabra del ser.

¿Cómo no ser felices, siendo?

Esto hay que ver. Lo demás será consecuencia, será vivencia de la alegría que somos.
Si la “felicidad” es lo que somos se caen por si solas todas nuestras esquizofrenias y angustias. 
Y desde la plenitud que somos viviremos el amor en todas sus facetas: especialmente con la cercanía al que sufre y a aquel que todavía no logró ver la plenitud que lo define, alimenta y sostiene.




domingo, 22 de enero de 2017

Mateo 4, 12-17




Estamos en el comienzo de la actividad publica de Jesús y Mateo, a través de una cita de Isaías (8, 23 – 9, 1), nos quiere mostrar desde ya lo universal del mensaje del Maestro de Nazaret y del evangelio.

Jesús es para todos, el evangelio es para todos: no son patrimonio exclusivo de los cristianos y de la iglesia. El mensaje de Jesús es mensaje de vida plena para cualquier persona que quiera escuchar, ver, vivir. Más allá de su pertenencia explicita a la iglesia.

Por eso la invitación a la conversión que cierra el texto de hoy: Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 4, 17). Invitación que concuerda con la de Marcos: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1, 15).

¿Por qué Jesús empieza su misión y su predicación invitando a la conversión?

Para responder esto hay que responder antes a otra y más importante pregunta: 
¿Qué es la conversión?

Hay que salir urgentemente del tinte moralista que hemos aplicado a la conversión. Convertirse no significa volverse más bueno, más obediente, más fiel, etcétera….
La conducta ética será siempre y solo una consecuencia: es esencial comprender esto.
La famosa “crisis de valores” de la cual tanto se habla es en realidad la crisis de una manera de educar – en la sociedad civil y en la iglesia – que no dio los frutos esperados. Hemos educado esencialmente a cumplir normas exteriormente, sin cultivar la interioridad: es la etapa infantil. Los niños cumplen reglas por miedo al castigo. La madurez se refleja en la capacidad de sacar desde adentro el actuar correcto, sin necesidad que alguien imponga o exija el cumplimiento de normas. En la historia de la salvación es la etapa de los diez mandamientos, que Jesús ya superó e invitó a superar y que a nosotros nos cuesta horrores superar.

Hagamos un pasito más.

La conducta ética, decíamos, es consecuencia.
¿Consecuencia de que? De una visión. De un ver. Aquí apunta el evangelio. Justo ayer de mañana me llegó – como anillo al dedo – el compartir de un amigo y hermano sobre este tema.
Me decía que había entendido la diferencia entre conversión y conexión y que lo que transformó su vida fue justamente esta última.
Y – fantástica armonía – visión y conexión son parientes cercanos.

Cuando vemos podemos conectarnos. La conversión así como el evangelio la entiende es aprender a ver.
¿Ver qué? Ver nuestra identidad más profunda: “el Reino de Dios” en palabras del evangelio. El Amor en otras palabras. Vida plena en lenguaje de Juan.
El Reino de Dios está cerca” expresa eso: cerca porque está acá, aquí y ahora. Es lo que eres. No cerca en sentido espacial: está por llegar. Cerca porque – en palabras de San Agustín – “es más íntimo que nuestra misma intimidad”.
Convertirse es: veo lo que soy. Veo lo esencial de lo real. Desde ahí todo surge y fluye maravillosamente. Entonces la vida moral – necesaria por cierto – no será simple esfuerzo de voluntad y experiencia casi constante de frustración. La vida moral será vivencia serena de lo que somos.

Vivo lo que soy, porque vi lo que soy. Esta es la genuina conversión que justamente se expresa mejor con la palabra conexión.

Es como si tuviéramos un enchufe al alcance de la mano e intentáramos alumbrar con una pila: poca luz y la pila se gasta.
Visto el enchufe basta conectarse y la luz fluye, sin necesidad de pilas y baterías.  
Con una esplendida y exclusiva ventaja – me perdone UTE –: nunca hay apagón.




sábado, 21 de enero de 2017

¿Por qué (aparentemente) no crecemos?




En estos días de descanso estoy aprovechando la mayor disponibilidad de tiempo para disfrutar de cosas que me gustan: leer, escribir, caminar, compartir. Todo condimentado obviamente de la meditación y el silencio.
En una de mis caminatas se me volvió a presentar un tema que desde hace tiempo anda dando vuelta en mi corazón: ¿Por qué (aparentemente) no crecemos?
Intento dar unas pistas de reflexión y unas claves interpretativas.
En varios encuentros personales se me plantea esta cuestión. También en mi experiencia de contacto con mucha gente ocurre varias veces lo mismo: tantas personas – incluidos sacerdotes y gente muy comprometida en la iglesia – que después de años de vivencia de la fe, oración, de participación en comunidades y de vivencia sacramental, parecen estar estancadas. No crecen. No maduran.
Los casos que más preocupan y asustan es cuando se trata de personas de cierta edad con muchos años de vivencia de la fe y que siguen siendo o – peor aún – se volvieron amargadas, criticonas, acidas, tristes.
¿Qué es lo que ocurre?
Antes que nada una aclaración: el “aparentemente” entre paréntesis de la pregunta inicial.
El crecimiento interior es muy difícil de evaluar y medir, sobre todo cuando no hay una relación íntima de acompañamiento personal. Así que aunque los signos exteriores no parecen avalar un crecimiento, es posible de igual forma que interiormente la persona esté creciendo.
Más aún: estoy convencido que siempre y de toda forma se va dando un crecimiento. Misteriosamente el corazón humano va madurando. Gracias a Dios.
Pero – y estamos en el centro de nuestra cuestión – me parece indiscutible que también se da un cierto estancamiento, la maduración no se refleja exteriormente y es demasiado lenta.
¿Por qué?
Sugiero unas pistas:
1)   Hay un malentendido general sobre lo espiritual. Por “espiritual” se entiende algo indefinido, sujeto simplemente a emociones y sentimientos, muy volátil y para nada concreto. La iglesia tiene parte de responsabilidad en todo esto. Hemos educado muchas veces a un sacramentalismo superficial y estéril: como por ejemplo que el simple hecho de comulgar aportara por sí mismo una experiencia de encuentro con Cristo. O también que repetir mecánicamente oraciones vocales indicara un contacto con la divinidad. Nada de todo esto obviamente. Lo “espiritual” es lo más concreto que pueda existir e indica el núcleo existencial de la persona y de todo lo que existe. Lo “espiritual” revela y expresa la profunda unidad del ser humano y de todo lo existente. La separación entre algo supuestamente “espiritual” y algo concreto es meramente ilusoria y viene de nuestra mente. La realidad no conoce esta separación: la realidad es una. Lo espiritual indica el núcleo originario de la realidad que está brotando instante por instante de las manos de Dios. En sentido estricto entonces no es más “espiritual” rezar que ir al baño. Las dos son actividades humanas y su “nivel de espiritualidad” depende del nivel de conciencia y de amor con los cuales las vivimos. Así que, paradójicamente, puede ser “más espiritual” ir al baño que ir a la Misa.
No crecemos porque seguimos separando y fragmentando una realidad que es esencialmente una.

2)   Desde esta visión de lo “espiritual” sigue coherentemente que no ponemos herramientas e instrumentos concretos para crecer. Si consideramos lo “espiritual” como algo aparte de la vida y volátil, lo dejamos sujeto a los sentimientos y los sentimientos de por sí son muy inestables y cambiantes. Desde ahí vivimos la esclavitud y superficialidad de los gustos: “me gusta” y “no me gusta”. “Voy a Misa cuando lo siento” es uno de los estribillos más repetidos en la historia de la humanidad creo. La fidelidad “a lo que sentimos” tiene que hundir sus raíces en lo profundo y no en la superficialidad de gustos y sentimientos. Es fundamental vivir lo que “sentimos” pero desde la profundidad del ser y no desde la comodidad y la superficialidad.
No crecemos porque no ponemos herramientas concretas para crecer: las ponemos para casi todo, menos que para cultivar el núcleo de nuestro ser. Una herramienta tiene justamente estas características: es concreta y constante. Es decir: tiempo y espacio.
Si nuestra práctica espiritual no se refleja en tiempo y espacio es una trampa que nos hacemos y una mentira. La practica de la meditación es tal vez la que más refleja todo este fundamento: cada día un tiempo concreto en un lugar concreto.

3)   Somos enormemente dependientes del pensamiento. Depender del pensamientos se refleja en: dependo de mis ideas, mis juicios, mis opiniones, mis valoraciones. Casi siempre todo esto se transforma en pre-juicios y cerrazones de todo tipo. Lo que no encaja con mi pensar y mis juicios lo rechazo. Vivir así es vivir en un nivel muy superficial de nuestro ser e impide un crecimiento espiritual serio. Depender del pensamiento es depender de una perspectiva: la tuya. Y una perspectiva extremadamente limitada: de un ser humano concreto, histórico, con su educación, religión y cultura. El Universo es algo más que tu perspectiva… Por eso el silencio es fundamental. No crecemos porque no hacemos silencio. Solo el silencio nos saca de nuestras limitadas perspectivas y de la dependencia de pensamiento. El silencio, por ser silencio, abarca todas y cada una de las perspectiva y nos conecta con el centro de nuestro ser. No se crece sin silencio y sin trascender el pensamiento.

Entonces desde estas tres pistas que nos impiden crecer vamos sacando y resumiendo lo que si, en cambio, nos puede hacer crecer:

a)    La unidad y lo integral. Volver a experimentar la unidad y experimentarse como unidad.
b)   Poner herramientas concretas para nuestro camino y crecimiento.
c)    Entregarse a espacios reales de silencio.

Desde aquí estoy convencido que podremos experimentar un real crecimiento y maduración, según los tiempos y características de cada uno. Buen camino.





lunes, 9 de enero de 2017

Laicidad, balconeras y tarjeta





En estos últimos tiempos la sociedad uruguaya y con ella la iglesia entró en una especie de debate que todavía sigue en las redes sociales.
Resumo en tres grandes temas: laicidad, balconeras y tarjeta de afinidad del Club Católico.
El tema de la laicidad y del laicismo de la sociedad uruguaya fue sacado a luz por unas declaraciones del Card. Sturla. De rebote se comenzó a hablar de las balconeras y lo último fue lo de la tarjeta.
No me gusta y no es mi estilo entrar en polémica y menos en las redes sociales: tengo cosas más útiles e importantes para hacer; cosas que me nutren y alegran el día a día. Por ejemplo: cuidar mi ciruelo, meditar, dar una mano para construir una piecita a una familia necesitada, leer, escribir, jugar con los niños, acompañar y, si es posible, aliviar el dolor. Solos unos pocos ejemplos.
En este caso puntual siento que una palabra la puedo decir y tengo que decirla: simple opinión personal. Opinión fruto de mi experiencia de vida. Pueden tomarla o dejarla. Pero si, sigan felices por favor.
Las discusiones que se están dando sobre el tema de la laicidad me parecen bastante inútiles: un intercambio de opiniones justamente – no raras veces muy superficial – que deja los interlocutores tal como estaban. Cada cual generalmente sigue con su opinión y con algún que otro enojo o enemigo más.
Laicidad o no laicidad, laicismo o no laicismo, la sociedad es la que es. El cristiano y la iglesia pueden ser lo que son. La luz brilla por si sola y no necesita ningún permiso para brillar.
El problema radica justo aquí según mi parecer: ¿brilla la luz?
Si la luz brilla que el Estado haga lo que quiera. La identidad cristiana y la misión de la iglesia – la luz que brilla por si sola – no radica en balconeras, tarjetas y cosas por el estilo.
Atuendos eclesiásticos, balconeras y tarjetas son signos que pueden decir algo o no: depende. Depende de muchas variables.
Fundamentalmente depende de la honestidad de quien los manifiesta y de la honestidad de quien los recibe. Es esta honestidad que está en juego. Veo prejuicios por los dos lados: de la iglesia y de los defensores radicales de la laicidad. Cada lado tiene miedo, miedo a perder quien sabe cuales privilegios y cuales espacios.
Con los miedos no se hace nada. Porque es el miedo el opuesto del amor, no el odio. No se puede amar y temer al mismo tiempo: lo afirman multitudes de psicólogos y místicos de todos los tiempos.
Los miedos se expresan en una falta de honestidad – muchas veces inconsciente – y en prejuicios de todo tipo. También los miedos generan otra fatalidad: la sensación de inseguridad. Sensación que se refleja en la iglesia en un retorno de muchos sectores a un estilo de vida que recuerda el Concilio de Trento (para los no tan buenos en historia estamos hablando del año 1545).
Solo el amor puede centrarnos. Porque solo el amor vislumbra la identidad: nuestra como cristianos y como iglesia y también la de los no-cristianos, no-católicos, ateos y laicistas.
La autentica identidad es compartida. Somos humanos. Esto importa. Esto es lo común. Esto y solo esto es lo que nos define de alguna manera. Dejemos de fragmentar, de vivir con espíritu de secta.
Laicistas y no-laicistas, católicos y no-católicos compartimos la misma identidad que se expresa en la maravilla de un ser humano. Todo lo demás se escapa a la verdadera identidad: son construcciones mentales e ideológicas que reflejan culturas, educación e historia y que pueden enriquecer o no la común identidad. Otra vez: depende.
Los signos sirven solo y cuando expresan y revelan esta común identidad: el Único Amor. De otra manera son signos que no se entienden, que dividen, fragmentan. O, en el mejor de los casos, tiempo perdido.
Por siglos como iglesia hemos intentado imponer la luz, más o menos conscientemente y abiertamente. La luz no se impone. Ni si propone. La luz ilumina.
Hemos manipulado conciencias y dictado normas morales exteriores sin dar pistas para la interioridad. Hemos creado una identidad superficial que se está cayendo en pedazos. La iglesia se propuso más como dueña o madrastra que como Madre que sabe soltar a sus hijos para que vivan libres y beban a su propio pozo.
Es hora de volver a casa. Es hora de volver a la común y auténtica identidad.
Yo como cristiano puedo decir que el descubrimiento de mi identidad radical me es regalada por Cristo. Los demás digan lo que quieran, vivan como quieran y busquen su identidad adonde quieran (en el respeto y la tolerancia, no haría falta decirlo). ¿Cuál es el problema? A la pregunta sobre la identidad fundamental no se escapa: ¡tranquilos! Porque no se escapa a las raíces comunes de nuestra humanidad: nacimiento, dolor, amor y muerte.
Los cristianos podemos y debemos estar ahí, siendo luz. Sin defender posturas ideológicas o espacios públicos. La verdad, la verdadera verdad que poco tiene que ver con ideologías, se defiende sola. Como la luz brilla por si sola. Cuanto más la luz encuentra transparencia, más puede brillar. Ahí se nos revela otro eje: la transparencia. Ser transparentes a la luz.
Si somos transparentes a la luz – la misma luz que ilumina a todo hombre de toda época, cultura, historia y religión, laicista o menos – no necesitamos balconeras ni tarjetas. Ni discusiones infinitas sobre la laicidad. Todos temas, en definitiva, secundarios.
¿Te gusta la balconera y la tarjeta del club católico? Úsalas tranquilo. Yo mismo puse afuera de la parroquia una balconera que me regalaron. ¿Quieren discutir? Discutan tranquilos.
Solo déjennos vivir y respirar. Solo queremos disfrutar de la vida en abundancia que Jesús nos reveló y regaló (Jn 10, 10).
Y prefiero estar donde la vida real pasa y se manifiesta: la sonrisa de los niños, la hermana muerte, las lágrimas de mis hermanos, el trinar de los gorriones que hoy están y mañana no. Gracias.






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