domingo, 12 de febrero de 2017

Mateo 5, 17-37



El evangelio que la liturgia nos presenta hoy es bastante largo y complejo. Mateo reúne múltiples indicaciones a partir de la novedad de Jesús y de la relación entre la ley antigua y el mensaje del evangelio.
Justamente la relación entre la ley y la novedad del evangelio es uno de los ejes del texto.
Mateo empieza poniendo en boca de Jesús la famosa sentencia: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: Yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17).
Obviamente la sentencia refleja más el sentir de Mateo que el de Jesús. Mateo quiere mostrar la continuidad de Jesús con la historia de salvación del pueblo de Israel: para Mateo Jesús es justamente el “cumplimiento”, el fruto maduro de Israel.

Pero Jesús y el evangelio no son solo continuidad, sino también ruptura. Sabemos que la actitud de Jesús frente a la Ley y al Templo fue muy critica.
La novedad es radical y esta novedad renueva todo.
Lo expresó admirablemente en la parábola del vino y los odres: la novedad del evangelio rompe los odres de lo viejo. “¡A vino nuevo, odres nuevos!” (Mc 2, 22).

A lo largo de su historia la iglesia vivió más de continuidad que de ruptura: su estructura, su manera de vivir, su manera de evangelizar reflejan mucho más la continuidad con lo viejo que la novedad radical.
Ahora es el momento de dar cabida al vino nuevo, a la novedad radical del evangelio.
Novedad radical que no rechaza lo viejo, sino que lo asume y transforma.
¿Dónde podemos vislumbrar esta novedad?
Todas las indicaciones de nuestro texto muestran la autoridad y la novedad de Jesús: “pero Yo les digo”. Un estribillo que se repite. Antes era así, “pero Yo les digo”.

¿Dónde radica la novedad?

Sin duda en la interioridad. La ruptura del evangelio con lo viejo es la ruptura con la exterioridad, exterioridad que se refleja en aspectos que todavía hoy pesan enormemente en la vida del cristiano y de la iglesia: ritualismo vacío, moral exterior, simple cumplir con reglas, separación entre fe y vida.
La exterioridad es más fácil: nos da seguridad, nos tranquiliza la conciencia, nos ilusiona que andamos bien, no pide un camino serio de conversión.

Volver a la interioridad, volver al corazón: ahí la novedad, el vino nuevo de Jesús. Su increíble autoridad se fundamenta en su experiencia interior. Jesús ha visto, Jesús ha experimentado lo divino: por eso habla como habla. Por eso nos invita a entrar en su misma experiencia, a vivir lo que él vivió, a experimentar lo que él experimentó.
Volver a la interioridad es volver al silencio eterno antes de la creación.
Volver a la interioridad es volver a la fuente del ser.
Volver a la interioridad es volver a la raíz de la cosas, de nuestro actuar, de nuestro pensar, de nuestro sentir.
Volver a la interioridad es volver a Casa, al Amor, a la Vida.
Volver a la interioridad es comprender de donde venimos y hacia donde vamos.
Volver a la interioridad es volver a lo que somos: Amor que se manifiesta en tu persona, aquí y ahora.







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