miércoles, 27 de septiembre de 2017

Disciplina



“El precio de la disciplina es siempre menor que el dolor del arrepentimiento”
Nido Qubein

La disciplina – de cualquier manera la entendamos – no está muy de moda en nuestra sociedad occidental. La ideología dominante marcada por la tendencia neo-liberal nos quiere convencer que la felicidad y la realización personal van de la mano del sentimiento y de una libertad tan mal entendida que se convierte en esclavitud. Nos quieren convencer que ser felices es hacer lo que se siente, cuando se siente, como se siente. Si compramos algo, mejor. Y si alguien o algo tienen que sufrir, paciencia: asuntos suyos.

Nos quieren convencer y nos convencieron. Pero los frutos no son muy sabrosos: constantemente vemos gente “famosa” que se suicida, que cae en la corrupción o simplemente muy sola y triste. Paralelamente los niveles de estrés y depresión siguen aumentando y así los conflictos sociales.

Parece que la formula ideológica del neoliberalismo no funcione. Pero seguimos en lo mismo. El gran escritor ruso Dostoievski, gran conocedor del corazón humano, había visto bien y su terrible frase nos lo recuerda: “somos adictos a lo que nos destruye”.

La disciplina nos puede venir en ayuda. Es la gran olvidada la disciplina, obedeciendo como siempre a la ley del péndulo: hace unos decenios lo que marcaba las sociedades occidentales y la iglesia también, era una disciplina exagerada, inhumana y estéril. Hoy en día nos fuimos al otro extremo: nada de disciplina, nada de reglas, nada de ascesis. Todo tiene que ser fácil, pronto, disponible desde ya.
Se educan (¿o deseducan?) los niños y los adolescentes sin límites, sin disciplina, sin un mínimo de reglas. Los padres y los educadores no pueden opinar mucho, no sea que te denuncien. Y estos niños y adolescentes crecen frágiles, sin la capacidad psicológica sana de soportar la frustración. Frustración que siempre será parte de la vida y de un camino de crecimiento.
Las sociedades que tenemos son frutos también de esta deseducación.
También la iglesia no sabe educar más a una sana autodisciplina y ascesis: a menudo se imponen reglas morales sin ayudar a una sana comprensión de las mismas y sin acompañar en un proceso auténticamente humano.

Hay que volver a una disciplina bien entendida.
Sin disciplina no hay verdadero crecimiento. Sin disciplina tampoco se puede dar una auténtica experiencia espiritual.
Hay que pagar un precio para la disciplina como nos recuerda la cita de hoy. Crecer supone siempre un costo humano. No se crece sin dolor como nos recuerdan los grandes psicólogos y maestros espirituales. Intentar ahorrarnos – y ahorrar a los demás – el necesario dolor que supone crecer nos llevará a un dolor mayor: el del arrepentimiento. Haremos las cosas mal. Sin la necesaria disciplina nuestras elecciones serán siempre dominadas por la ideología liberal y superficial que no nos llevará muy lejos. Nos llevará, cuando mucho, a una satisfacción inmediata de nuestras necesidades y deseos superficiales.

La disciplina es fundamental por distintas razones. Analicémoslas brevemente:
1)   La disciplina educa a la paciencia y a la espera. Todo madura a su tiempo. Apurar los tiempos es siempre contraproducente.
2)   La disciplina educa a soportar creativamente las frustraciones y desilusiones de la vida.
3)   La disciplina centra a la persona
4)   La disciplina nos conecta con nuestro ser más profundo y estable, más allá de sentimientos y emociones, siempre pasajeras.

Educar a la disciplina es entonces fundamental. En cada ámbito de la vida.
Cada cual tiene que encontrar su forma adecuada de disciplinarse y, si tiene algún tipo de autoridad, de disciplinar.
La disciplina ordena, purifica, prioriza, centra.

A nivel de camino espiritual yo aconsejo la meditación. Meditar es un ejercicio de disciplina maravilloso: horarios, postura, constancia, aridez. Muchos que empiezan a meditar van dejando: tal vez también acá hay un problema de disciplina. Soportar un ejercicio espiritual que no ofrece rápidos frutos no es para todos y no es fácil.
Meditando aprendemos también a disciplinarnos en otras áreas de la vida.
El precio que se paga para una disciplina bien entendida y vivida siempre dará frutos sabrosos: paz interior y lucidez mental.





lunes, 11 de septiembre de 2017

Autonomías, independencias, separatismos: ¿y la unidad?




En estos días europeos me voy enterando de las novedades a nivel político, social y económico. Destaca una realidad: la tendencia a la separación y la fragmentación.
Más allá del conocido brexit de los ingleses ahora aparecen el referéndum para la independencia de Cataluña y para las autonomías de dos regiones en el norte de Italia. Cada pequeño grupo étnico o religioso reclama autonomía y/o independencia.
La unión europea parece ser muy frágil. Así el Mercosur en Latinoamérica.
Sin hablar de las crisis políticas internacionales que mentes enfermizas quieren resolver con dictaduras, amenazas y bombas.
Los intentos de construir unidad parecen fracasar. Hay una regresión a los nacionalismos, particularismos, sectarismos.
Obviamente no todo es negativo y los esfuerzos generaron realidades y sensibilidades positivas y constructivas.
Pero algo no funciona. ¿Qué es?
A mi parecer la clave está en comprender que la unidad no se construye, se descubre. Lo repito y reafirmo con determinación: la unidad no se construye, se descubre.
Los intentos de unión y unidad a nivel político, económico, religioso tienen un punto de partida equivocado: somos distintos y tenemos que construir la unidad.
Eso en general no funciona o simplemente aporta unos parches o apariencias de unidad. Parches y apariencias que se quiebran fácilmente como estamos viendo. Caemos con asombrosa facilidad en los dos extremos: un totalitarismo y uniformismo deshumanizantes o un individualismo y egoísmo esclavizantes.
El punto de partida tiene que ser otro: la unidad es lo que ya somos. No hay nada que construir, simple y maravillosamente hay que verlo. La construcción, el esfuerzo y el trabajo se darán en el ámbito de la manifestación, no de la esencia. Daremos visibilidad a lo que somos: en este sentido podemos hablar de construcción y esfuerzos hacia la unidad.
¿Qué es lo que está pasando?
Estamos viendo mal. Vemos separación donde no hay y queremos a toda costa unificar, como si el Universo estuviera hecho mal. Pretensión siempre absurda del egoísmo humano y de un antropocentrismo patológico. Esta pretensión está destinada al fracaso. Y apuramos los tiempos, apuramos los procesos.
Como dijo el sabio Lao-Tsé: “El Universo es sagrado. No lo puedes mejorar. Si intentas cambiarlo, lo estropearás. Si intentas asirlo, lo perderás.
Intentar mejorar algo perfecto es absurdo y conduce a estropearlo (¿no será que los desastres naturales actuales sean mensajes de un Universo que no quiere ser manipulado y estropeado?). En cambio ver la perfección conduce a la gratuidad, el agradecimiento y el compartir.

Hace unos años salió un librito del teólogo francés Christian Duquoc titulado “La sinfonía diferida”. El librito quería mostrar – en ámbito esencialmente religioso cristiano – que esta búsqueda de unidad entre las distintas confesiones cristianas es como una sinfonía diferida. Cada cual suena sus instrumentos buscando integrarse en una armonía sinfónica y universal. Pero esta sinfónica siempre nos supera y nos espera como utopía: apurar los tiempos lleva solo a desafinar.

Primer paso entonces: no apurar los tiempos. Todo tiene su ritmo y su proceso. Construir sobre fundamentos débiles e inestables es peligroso. Hay un refrán italiano que dice: “La gata apurada saca gatitos ciegos”.

Segundo paso: apuntar a lo esencial. Construir sobre fundamentos ilusorios o superficiales es perjudicial y una gasto inútil de energía. ¿Qué es lo esencial? Ver. Educarnos a ver y educar a ver es el primer e inevitable paso.
Cuando empezamos a ver la unidad y lo Uno que subyace a todo podemos trabajar para que esa misma unidad reluzca, aparezca, se visibilice.
Cuando veamos que no existen italianos, franceses, españoles, uruguayos, argentinos, venezolanos, estadounidense, coreanos, etc… sino que solo existe el ser humano ocurrirá el milagro: encontraremos la tensión justa entre el respeto de la identidad propia y el bien común. Encontraremos la manera correcta y ajustada de manifestar lo distinto a partir de la unidad que nos constituye.
Lo mismo que se afirma de las identidades nacionales lo podemos afirmar por cualquier otra realidad: religiosa, política, partidaria, cultural.

¿Qué es lo esencial que estamos llamados a ver?
¿Dónde radica la unidad y lo Uno?

Radica en el experiencia radical del ser: todo es y todos somos.
Todas las diferencias y distinciones surgen como expresión del Ser. Es el Ser – lo podemos llamar Dios, Vida, Conciencia – que toma formas distintas.
Ser nos define, desde siempre y para siempre: lo demás pasará. Es el “Yo Soy” del maestro Jesús (Jn 8, 58).
En términos cristianos San Pablo vio y vio bien:  “Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28).

Si logramos ver que solo esta experiencia del Ser define nuestra auténtica identidad podremos empezar a construir la manifestación armónica de las distinciones.
Entonces, solo entonces, las distinciones y las diferencias aparecerán en toda su belleza e importancia. Las veremos por lo que son: expresión original y maravillosa del Amor Uno.
Las que equivocadamente definimos como “identidades” (nación, religión, género, cultura…) en realidad son identidades derivadas y secundarias: expresiones pasajeras y parciales de la única, real y común identidad.
Única, real y común identidad que podemos llamar (el lenguaje siempre queda sumamente corto) de distintas maneras según las culturas y las épocas: Dios, Vida, Amor, Conciencia, Espíritu, Nada, Vacío, Plenitud…
A mi me fascina usar el termino Vida: somos Vida expresándose por un momento en una forma particular (nuestra identidad derivada y secundaria).

Todavía cuesta mucho, muchísimo esta visión. Por eso los intentos de unidad son frágiles y fracasan.
Por eso hay que darse tiempo y dar tiempo para aprender a ver. Apurar visiones es contraproducente.
En positivo hay que decir que sin duda en nuestro mundo son siempre más las personas y los grupos que se están abriendo a lo esencial del ver.
En distintos campos surge imparable la visión: ciencia, espiritualidad, ecología, arte. Cuesta más en la política y lo económico que más fuertemente atrapan a nuestro ego por su relación con el poder.

En nuestras manos está la posibilidad de poner las herramientas para el aprendizaje: silencio, humildad, apertura, dialogo.
No hay recetas mágicas. Hay caminos a recorrer con paciencia y perseverancia. Aprendiendo el arte de ver y disfrutando de la gratuidad de ser.



martes, 5 de septiembre de 2017

Las montañas y la luna




Las montañas y la luna son grandes maestros espirituales. Hay muchos maestros en la naturaleza y en lo que diariamente nos rodea. Mucho más de lo que imaginamos. En realidad todo y todos pueden ser nuestros maestros espirituales. Basta escucharlos y observarlos. Todo es una expresión única y exquisita de la divinidad: de eso deriva que todo puede convertirse en maestro, amigo, acompañante. Depende: depende de la historia y la sensibilidad de cada uno. También depende del momento. Lo importante es no perder la oportunidad de aprender y disfrutar.

Jesús aprendió de la semilla de mostaza, de los niños, de las mujeres, de los pájaros, los campos, el sol, el agua. Y más.
Humilde e interesante el Maestro Jesús.

En estos días de descanso entre las montañas pude disfrutar más de su sabiduría y enseñanzas. Junto a la luna. Aparece con más alegría la luna cerca de las montañas.
Parece que se buscan recíprocamente. La luna ilumina suavemente las montañas y nos revela sus contornos y siluetas. Las montañas dibujan el paisaje para que la tenue luz lunar no pase demasiado desapercibida. Es un juego entre dos humildades. Cada cual – montañas y luna – se preocupan para que el otro brille.
¡Una primera gran enseñanza que nos regalan! Vivir para que el otro brille… vivir para que la belleza y la bondad se manifiesten, se sugieran.

La montaña además nos enseña la importancia de la estabilidad y el tener raíces.
Siempre estable la montaña: entera, digna. Diríamos que tiene muy buena autoestima. Siempre estable y firme: lluvias, tormentas y vientos no la afectan en lo esencial. Podemos aprender de la montaña a vivirnos desde nuestro centro, a no dejarnos zarandear por nuestro mundo afectivo y emotivo. Hunde sus raíces en el corazón de la tierra la montaña. ¿Dónde tenemos puestas las nuestras? Enraizados en el puro Ser encontraremos estabilidad y firmeza.

La luna brilla pero no tiene luz propia. Refleja la luz del sol. Tan humilde y tan sencilla hermana luna. Por eso la iglesia la tomó también como modelo de su vida y su misión: la iglesia no brilla de luz propia, refleja la luz de Cristo.
La noche se hace más llevadera con la luz de la luna. Esa luz reflejada ahuyenta los miedos, nos cobija y hasta nos permite ver de vez en cuando.
Nos indica el sol la luna. Nos remite al sol. Como Juan Bautista nos indicaba al Maestro.
Somos simples reflejos de la única luz. La luna nos recuerda esta gran verdad. Pero también nos dice que recibimos nuestra identidad del sol.

Nuestra vocación y nuestra misión se resumen así: reflejar por un momento lo que en realidad somos: Luz.
Somos luz y reflejo a la vez.
Somos luz eterna que en nuestra existencia histórica se convierte en reflejo.
Vivirse desde esta conciencia nos convierte en montaña y en luna: estables y humildes. Firmes y tiernos. Qué curioso: propio como Jesús.

Termino agradeciendo con un haiku:

Deliciosa luna
sugiriendo contornos.
Somos amigos.





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