domingo, 26 de noviembre de 2017

Mateo 25, 31-46




Celebramos hoy la fiesta litúrgica de Cristo Rey del universo y la iglesia nos propone la famosa página de Mateo 25, también conocida como la parábola del “juicio final o universal”.
También esta parábola dio pie a una lectura literal y superficial que desembocaba en una imagen de Dios totalmente ajena a la experiencia de Jesús: un Dios exterior que se sienta en su trono juzgando a los hombres después de su muerte. Además esta lectura literal invitaba a interpretar la vida humana como una prueba: quien superaba la prueba portándose bien se merecía el cielo.

Un Dios que crea y nos regala la vida para probarnos es absolutamente lejano del mensaje evangélico y por cierto no nos humaniza. Al revés, nos esclaviza: ¡un Dios así no lo quiero!

Obviamente esta lectura literal del texto coincidía y coincide con el afán de poder y de control de ciertos sectores de la iglesia: la utilización del miedo para controlar la gente es recurrente en la historia humana. Es interesante, y triste a la vez, darse cuenta como la interpretación del evangelio responde en muchos casos a intereses egocéntricos por un lado y/o cosmovisiones más o menos conscientes por el otro.

El evangelio es “buena noticia”, es un mensaje de liberación y de vida plena: no olvidémoslo nunca.
¿Como leer entonces esta parábola para que refleje la auténtica experiencia de Jesús?

Sin duda la parábola es una invitación a vivir el presente desde otra perspectiva y desde otra profundidad.
Jesús es el hombre del presente, el hombre que percibe y experimenta la divinidad en cada instante de la existencia. A eso hay que apuntar.
Tampoco me sirve en realidad un Dios que – después de la prueba esa – nos haga felices en la “otra” vida. No hay otra vida, lo sabemos bien. Tu corazón lo sabe bien, si sabes escucharlo.
Hay una sola, única, eterna Vida. La eternidad es ahora. La eternidad es este único ahora.

Jesús invita a experimentar ahora la divinidad y la plenitud de la vida. Con todas las dificultades y los dolores incluidos. La esperanza cristiana entonces no es un refugiarse infantil en la espera de una vida “futura” sin dolor, sino la búsqueda responsable de una plenitud que late en las raíces del eterno presente. La esperanza no es un anhelo de un futuro mejor, sino un fluir consciente con la Vida también cuando esta se torna incomprensible para nuestras mentes limitadas.

Leída entonces desde la urgencia del presente, ¿cuál es el mensaje de la parábola?

Jesús nos sorprende otra vez. ¡Qué revolucionario! ¡Qué extraordinario!
El criterio que Jesús ofrece para experimentar a Dios no es un criterio religioso como nos esperaríamos. Es un criterio tremendamente y simplemente humano: la compasión. Tan humano porque tan divino.

En la sociedad profundamente religiosa en la cual Jesús vivía esta parábola habrá caído muy mal, especialmente a los oídos de los guardianes oficiales de la religión.
Actualizando la parábola a nuestros días me atrevo a decir que Jesús no hubiera propuesto la participación a la Misa, sino la atención compasiva a toda situación actual de dolor y debilidad. Empezando por ti mismo.
Y esto no devalúa la Eucaristía. Al contrario: la devuelve a su centro y su significado originario: la compasión.
La vida de un Dios que se entrega y nos alimenta con su ternura para sanar nuestra heridas y devolvernos la alegría de sentirnos amados… ¿qué es sino compasión en estado puro?

¡Tremendo el Maestro de Nazaret! Esta es la única y verdadera revolución: la compasión.

Podríamos resumir en una sola palabra el evangelio: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el budismo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el hinduismo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el islamismo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el taoísmo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el humanismo ateo: compasión.

Tan increíble y maravillosa es la compasión. Es la esencia de la vida, es el respiro de cada ser. Todo se mueve desde, en y hacia la compasión.

Una genuina experiencia de Dios es una experiencia de compasión: antes que nada con uno mismo y hacia uno mismo.
Nos recuerda el Buda: “Si tu compasión no te incluye a ti mismo, es incompleta”.
¡Qué difícil es ser compasivo con uno mismo! Cuando aprendamos a ser compasivos con nosotros mismos la compasión hacia los otros y hacia cada ser viviente surgirá más espontanea y fluida.

Y la compasión realiza el milagro del despertar: nos damos cuenta de la admirable unidad que subyace a todo. Todos somos uno. Todo es amor. Solo hay Amor expresándose en millones de formas.
Amándome a mi mismo amo al universo entero. Amando al otro me amo a mi mismo.
Descubrimos la profunda verdad de la frase: “el otro soy yo”.
Esta es la compasión: un amor que ama al amor. Y en nuestra existencia histórica y concreta este amor asume el rostro del más débil y desfavorecido: aquel que se siente solo, separado, no amado.
Y esta maravillosa experiencia de compasión se extiende a todo ser viviente: reino animal y vegetal. La unidad abarca todo.
Entonces entendemos el canto de los pájaros y el florecer de la rosa, la mirada de una oveja y correr de un caballo, el amarillo del limón y el susurrar de las aguas.
Me pasa a menudo de ver los camiones que trasladan ganado hacia los frigoríficos: a veces mi mirada se cruza con la mirada de una u otra vaca y puedo leer tristeza y preocupación en sus ojos. Compasión.



viernes, 24 de noviembre de 2017

Valentina y Brissa: ¿qué hacer?




Estos últimos días son días tristes para Uruguay. Especialmente para las familias de Valentina y Brissa, las dos niñas abusadas (según parece) y asesinadas. Toda mi cercanía a estas familias, todo mi amor, toda mi oración.

Valentina y Brissa sin dudas descansan y gozan de la plenitud del Amor y sin duda acompañan desde el Misterio a sus familias y a nuestra sociedad herida.

Es difícil escribir algo cuando hay tanto dolor e incomprensión. Lo mejor sin duda es el silencio. Y desde este sagrado silencio me siento llamado a decir algo, a dar mi pequeño aporte. Y desde el silencio comparto el dolor.

¿Qué hacer? ¿Adonde buscar un camino de sanación y de salvación para que hechos tan trágicos y dolorosos no se vuelvan a repetir?

Por las redes sociales y los medios de comunicación se lee y escucha de todo: tanta indignación y tanta impotencia. Tanto odio y propuestas de solución: entre las más drásticas, la pena de muerte y la castración de los abusadores.
Todo comprensible en estos momentos.

Sinceramente no creo que un camino de sanación y solución surja de más  violencia y más odio. Obviamente me espero la fatídica pregunta: ¿y si fueran tus hijas como actuaría?
No lo sé, no son mis hijas. Pero si sé que – de cierta manera – las amo, como amo todo ser humano y todo ser viviente.
Sé que la solución no vendrá nunca de un descontrol emocional y afectivo, por cuanto dura sea la realidad. Las soluciones – cuando las hay – surgen desde la paz y la quietud.

Hay un solo camino; un camino recorrido y atestiguado por miles de maestros espirituales.
Es el camino de la comprensión. Camino sin duda más lento, más complejo, más sinuoso. Un camino esencial y necesario. Un camino que no queremos recorrer: es más fácil condenar, castrar, matar y meter en la cárcel.

Y cuando se habla de comprensión no estamos hablando de justificación, resignación, complicidad o pasividad. Estoy hablando desde otro nivel: espero que el lector me entienda. Estoy hablando de la comprensión como de la capacidad de ir más hondo, más en profundidad, al nivel nuclear de las cosas… la comprensión como esfuerzo de ir a la raíz, a las causas, a la fuente.
¿Por qué una persona llega a tal atrocidades? ¿Por qué nuestra sociedad está enferma? ¿Por qué no se puede caminar tranquilos por las calles y dejar la puerta abierta?
Dejemos de ser tan superficiales por favor.

La historia se repite y se seguirá repitiendo hasta que nos adentremos en el pedregoso terreno de la comprensión: es la ley del karma, como la llaman en oriente. La vida te repite la lección hasta que aprendas. ¡Tan paciente es la vida!

Las guerras son unos de los ejemplos más elocuentes. Los históricos nos dicen que en la historia de la humanidad los periodos sin guerras fueron muy cortitos. Es decir: la historia humana se puede leer como una historia de guerras. En el siglo pasado tuvimos la experiencia de dos terribles guerras mundiales. ¿Aprendimos? Diría que no todavía: desde 1945 hasta la fecha se siguieron multiplicando guerras, genocidios, atrocidades. Con la agravante que tenemos la hipócrita “Declaración de los derechos humanos” en la mano desde 1948.

¿Qué pasa? Falta comprensión. Porque solo desde la comprensión puede surgir el amor y solo el amor sana.
Todavía creemos en un amor simple y llanamente sentimental: un amor que se restringe a los lazos de sangre o las amistades. Un amor que se siente o no se siente. Un amor que identificamos burdamente con la emotividad y los sentimientos.

Todavía no hemos comprendido que amor es lo único que hay. El amor tiene que ver con el ser en primer lugar y solo posteriormente con sentimientos y emociones. No hemos comprendido y no hemos experimentado como humanidad, que la raíz de todo lo que es y existe es el amor. Entonces luchamos y peleamos para conquistar algo que se parezca al amor. Y en nombre de este algo juzgamos, condenamos, excluimos y matamos.
Luchamos incansablemente para sentirnos amados y para que alguien o algo nos ame. Luchamos para llenar al vacío que tenemos adentro, un vacío insoportable que no queremos ver. Y lo intentamos llenar con el poder, el éxito, el dinero, el sexo, los vicios.
Y echamos la culpa afuera, siempre afuera, siempre a los demás. No soportamos el silencio y el vacío.
Pero no hay otro camino para la comprensión que enfrentar el silencio y el vacío.
No hay nadie afuera. La humanidad es una. Todo es uno.
“Ángeles” y “demonios” conviven en el corazón humano y los demonios que no queremos ver en nosotros lo estigmatizamos en los otros. Necesitamos de chivos expiatorios donde descargar nuestro odio y sed de venganza.

No existen los monstruos. Los monstruos los creamos cuando no queremos mirar adentro. Los monstruos los crea una sociedad que excluye, margina, condena, separa. Una sociedad hipócrita que condena el abuso de alcohol y legaliza la marihuana, que condena el machismo y sigue usando el cuerpo de la mujer como un objeto, que regala computadoras a nuestros niños y ofrece en la televisión pura basura.

Las cárceles son un reflejo de una sociedad. En las cárceles no están los peores, no están simplemente personas que delinquieron: está también lo que una sociedad no quiere ver de sí misma. Todavía necesitamos cárceles sin duda: ¡qué triste! Las necesitamos porque todavía no hemos comprendido. Y por eso no sabemos amar.

En el tristísimo caso de Valentina y Brissa ocurre lo mismo. Las víctimas no son solo una niñas a las cuales se le arrancó la primavera. Las víctimas no son solo sus familias con su inmenso dolor. Son también los asesinos: víctima de una falta de comprensión y de amor. ¿Fueron amados estos asesinos? ¿Alguien los escuchó profundamente? ¿Alguien se hizo cargo de su dolor o sus patologías mentales?
Víctimas también por la pregunta que sin duda en algún momento asomará a sus maltrechos corazones: ¿cómo seguir viviendo con semejante macizo en la conciencia?  
Víctima es nuestra sociedad: ¿de donde vienen los asesinos? ¿dónde fueron a la escuela y al liceo? ¿en que barrio se criaron? ¿Dónde están o estaban sus amigos? Sus padres y abuelos acaso ¿no son nuestros vecinos?

Todo esto – tal vez mejor explicitarlo – no quiere justificar nada ni nadie. Ya lo anuncié antes: comprender no es sinónimo de justificar.
El mal y el dolor no se justifican, se asumen. Como Jesús en la cruz.
Todo esto es simplemente para compartir el dolor y proponer caminos de sanación para nuestra sociedad.
Agregar violencia a la violencia no nos ayudará.
Agregar odio al odio tampoco.
Agregar comprensión si. Y la comprensión profunda se educa.
Todos los buenos psicólogos saben bien que el órgano sexual por excelencia es el cerebro, no penes y vaginas.
Es la mente que hay que educar: el pensar, el sentir, las emociones y los sentimientos. La castración impedirá una violación física pero no otros tipos de violaciones y violencias. Castrados unos aparecerán otros: ¿castramos a todos? ¿Agrandaremos las ya insuficientes cárceles hasta que entremos todos?

Todos estos son parches. Necesarios tal vez, pero parches. No solucionan. La justicia tiene y debe hacer su curso, obviamente. Y es una justicia que sin duda tiene fallas. Una justicia a menudo superficial, corrupta y demasiado vinculada al poder político. Pero la sola justicia no arregla lo que el corazón humano no comprende. La experiencia bíblica lo reconoce desde hace siglos: la justicia sin misericordia engendra más injusticia. Para Jesús la justicia de Dios es su misericordia. Estamos lejos de esta visión todavía.

Lo que pasó con Valentina y Brissa es incomprensible sin duda y no tiene respuesta.
Pero…¿tiene respuesta el holocausto de los judíos?
¿Tiene respuesta el éxodo de millones de refugiados escapando del hambre y la guerra?
¿Tiene respuesta el genocidio de enteras poblaciones?
¿Tiene respuesta el terrorismo?
¿Tiene respuesta la crueldad del narcotráfico?
No tienen e igual respondemos desde siempre con la misma moneda: represión, violencia, odio.
Las medidas represivas por si solas no sirven, no educan. Son parches, ya lo dijimos. A veces necesarios es cierto pero nunca humanizantes ni útiles.

La clave es educar a la comprensión. Desde ya. Es urgente.
Educar la mente es educar el corazón. Educar mente y corazón conducen a la comprensión profunda: ¿quién soy? ¿quiénes somos? ¿qué es el amor? ¿qué significa amar? ¿cómo vivir el dolor y como transformarlo en amor?
Nadie nos ayuda a responder a estas preguntas.
Ahí radica el camino educativo. Para las familias y las instituciones.
Son días tristes y de gran dolor. Pero el amor está siempre ahí: sonriéndonos en las esquinas de la vida. Está ahí para que comprendamos.
Y el camino de comprensión siempre empieza por uno mismo: hasta que no descubro el amor y la paz que soy, seguiré de alguna manera buscándolos “afuera”, generando violencia.






miércoles, 22 de noviembre de 2017

Madrugando con la Sabiduría





La Sabiduría es luminosa y nunca pierde su brillo: 
se deja contemplar fácilmente por los que la aman 
y encontrar por los que la buscan. 
Ella se anticipa a darse a conocer a los que la desean. 
El que madruga para buscarla no se fatigará, 
porque la encontrará sentada a su puerta. 
Meditar en ella es la perfección de la prudencia, 
y el que se desvela por su causa 
pronto quedará libre de inquietudes.” (Sab 6, 12-15).

Hace poco hemos leído estos versículos en una Misa dominical. Es un texto maravilloso, extraído del libro de la Sabiduría. En la Misa casi siempre centramos la atención en el evangelio pasando por alto otros textos; es una buena práctica a mi entender: demasiada carne al asador no se cocina bien como saben los expertos.

Hoy me parece importante volver a estos versículos: me quedaron grabados y cada tanto resuenan en mi corazón. Les comparto como siempre mi sentir y mi reflexión.

El tema de la sabiduría es esencial en todas las tradiciones espirituales y religiosas de la humanidad. En efecto todas las tradiciones son tradiciones de sabiduría, más allá de los distintos enfoques y matices.
¿Por qué es tan central la sabiduría?

Para comprenderlo cabalmente hay que despejar el campo de malentendidos: por sabiduría las tradiciones espirituales no entienden un vano conocimiento o un cúmulo de informaciones. Tampoco entienden algo reservado a algún experto o especialista.
La sabiduría no se refiere a algún aspecto del saber o alguna maestría. No es un conocimiento técnico o un doctorado.

La sabiduría va de la mano con la vida. Para las tradiciones espirituales la sabiduría es el arte de vivir, el arte de comprender los secretos de la vida para vivir en plenitud, paz y alegría. En este sentido filosofía y sabiduría se convierten en sinónimos. Nada que ver con el abordaje que se da muchas veces en la enseñanza de la filosofía: conceptos y cavilaciones mentales que poco tienen que ver con nuestra cotidianidad. Por eso nuestros liceales no la aman mucho.

Desde siempre hubo hombres sabios: seres de luz que comprendieron los secretos de la vida y la vivieron en plenitud. En otras palabras: desde y en el amor.

Encontrar la sabiduría es entonces esencial, especialmente en una sociedad occidental a menudo muy superficial y trivial. Una sociedad que sigue las tendencias de aquel que grita más fuerte o de aquella que tiene el cuerpo menos cubierto. Una sociedad que se deja seducir por el mito del consumo y del placer, del éxito y la estupidez. Una sociedad que mide todo o casi con el criterio de las pelotas: las dos de los genitales masculinos y la solita que rueda en las canchas de fútbol. Una sociedad que a menudo pacta con la corrupción y aplaude a los vivos de turno. Una sociedad que escucha más a presentadores, bailarinas y futbolistas en lugar de los grandes maestros de la historia, pasada y actual.

Encontrar la verdadera sabiduría es esencial para aprender a vivir y a amar. Sin sabiduría nuestra frágil y corta existencia se volverá monótona, superficial, estéril.
Esta sabiduría no está lejos de nosotros. Es, a menudo, la sabiduría de nuestros refranes populares, que muchos citan y pocos viven. Es la sabiduría de nuestros abuelos, que tanto amamos y poco escuchamos (pero… ¿se puede amar sin escuchar?). Es la sabiduría de los grandes de la historia: Confucio, Heráclito, Buda, Jesús, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena, Martin Luther King, Gandhi… solo por citar unos pocos.

Los invito a rumiar todo el hermoso texto y a detenerse en cada palabra y cada frase.

Yo me detengo esencialmente en este versículo:

El que madruga para buscarla no se fatigará, 
porque la encontrará sentada a su puerta.

Parece que hay una relación entre la sabiduría y el madrugar. El autor de nuestro versículo parece percatarse. Tal vez cuenta su misma experiencia.
La sabiduría está sentada a la puerta de aquel que madruga: ¡qué imagen tan linda!
Madrugar hace bien. “La mañana tiene el oro en la boca” advierte un refrán italiano. “A quién madruga Dios le ayuda” dice otro.
Madrugar indica una actitud atenta y disponible, una actitud de interés y búsqueda. Las primeras horas de la mañana son horas de quietud y silencio. Son las horas donde el corazón y la mente están más abiertos y dóciles al encuentro con Dios. Son horas frescas y cargadas. Son las horas donde sale el pan recién hecho, las horas donde los pájaros arrancan a cantar y donde el café o el mate tienen un sabor especial.

El esfuerzo por madrugar (con la costumbre deja de ser esfuerzo y se convierte en necesidad) nos regala el encuentro con la sabiduría: “El que madruga para buscarla no se fatigará”. Nada más hermoso que encontrarse con la sabiduría. El cansancio y el esfuerzo se convierten en alivio y gozo. Como decía Jesús: “Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11, 29-30).
La posible carga – por algunos – del madrugar, se convierte en yugo suave y liviano.

Tempranito por la mañana la Sabiduría nos espera sentada a nuestra puerta. Es decir: siempre disponible, siempre presente. Está ahí, esperándonos.
Necesitamos madrugar para encontrar un tiempo de soledad y silencio. Soledad y silencio son los lugares donde la Sabiduría habita. No podemos encontrar la sabiduría en medio del caos, la prisa y el ruido. Y casi siempre soledad y silencio nos encuentran en la madrugada o en las primeras horas de la mañana.
Después nuestras jornadas se convierten muchas veces en un constante movimiento y actividad y nuestros propósitos de encontrar un espacio de silencio a menudo fracasan. También de tardecita o de noche el cansancio del día nos visita y no logramos conectar con el silencio y la soledad: buscamos la sabiduría a nuestra puerta y no la encontramos. Se fue, también ella cansada de tanto esperar.

Tan importante es la Sabiduría que los teólogos ortodoxos rusos – especialmente Sergej Bulgakov – la llegan a personificar.
Bulgakov, justamente a partir de los libros bíblicos de la Sabiduría y de los Proverbios, imagina a la Sabiduría como una Persona al lado del Padre, del Hijo y del Espíritu. La Sabiduría, amiga íntima de Dios, estaba ahí en la creación, aconsejando y acompañando al Creador.
Desde nuestra perspectiva podemos afirmar que el soplo de Dios que continuamente crea y sostiene la realidad, es un soplo sabio, un soplo que inyecta sabiduría en cada cosa.

Hay que volver a madrugar, a amar las primeras horas de la mañana. Tal vez nuestra sociedad occidental, obsesionada con el bienestar y la comodidad, puede encontrar en el esfuerzo de madrugar un antídoto a sus males y a su superficialidad.

Madrugando con la Sabiduría: camino de paz y alegría.













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