domingo, 17 de diciembre de 2017

Juan 1, 6-8.19-28


En esta preparación inmediata a la Navidad seguimos revisitando la figura de Juan el Bautista.
El domingo pasado a través del comienzo del evangelio de Marcos y hoy a través de los primeros versículos del evangelista Juan.
El evangelista quiere subrayar la diferencia entre Jesús y el Bautista: aquel es la luz y este el “testigo de la luz”.
Qué hermosa “definición” del cristiano esa: testigo de la luz.
Para ser testigo de algo hay que haber experimentado ese algo. Un testigo ha tocado y ha visto. ¿Cómo no traer a colación la hermosa y fundamental introducción de la primera carta de Juan?

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, 
lo que hemos visto con nuestros ojos, 
lo que hemos contemplado 
y lo que hemos tocado con nuestras manos 
acerca de la Palabra de Vida, 
es lo que les anunciamos.” (1 Jn 1, 1).
¿Hemos realmente experimentado la luz? Desde esta pregunta arranca el camino humano y cristiano.
Quién ha experimentado la luz no puede que vivir en la luz, desde la luz y anunciando la luz.

Demos un paso más, el paso místico y decisivo en este cambio de época y de paradigma.
Ser “testigo de la luz” no hay que entenderlo solo en el sentido exterior como desde siempre se ha interpretado: testigo de otra luz, testigo de otro/Otro.
La luz de la cual somos llamados a ser testigos es – en su esencia – la luz que somos.
El Maestro de Nazaret vino a revelarnos que somos luz, que la luz es nuestra identidad más profunda y vital: hijos de Dios, de la misma sangre.
El Cristo interior es – armónicamente y simultáneamente – nuestra identidad y nuestra luz.

Comprendido desde este nivel de conciencia, ser “testigo de la luz” toma una hondura insospechada y maravillosa.
Una hondura que nos invita a ser, como amaba decir uno de mis profesores de filosofía, “buzos del ser”.
En las profundidades silenciosas una luz fulgurante espera ser descubierta y que le permitamos manifestarse.
El Jesús histórico es absorbido por la luz de la resurrección y llena con esta luz todas las cosas, creando y sosteniendo.
Quedar anclados al Jesús histórico es renunciar a crecer. Él mismo lo dijo repetidas veces: “les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes.” (Jn 16, 7).
Esto no significa olvidar o perder al Jesús historico que los evangelios nos transmiten: significa dejar de ser “niños” dependientes y caprichosos para hacernos cargo de la luz que somos, del Cristo que nos constituye y nos ilumina.

Para eso es bueno seguir el consejo del Bautista: “allanen el camino”. Invitación que ya encontramos en Isaias (40, 3) y que Juan retoma.
“Allanar el camino” es una invitación a ser sencillos, transparentes, radicales. Dimensiones que el mismo Bautista encarnó en su vida y su misión.
La tendencia del ser humano a mentirse a sí mismo y a huir por los tortuosos caminos del ego es poderosa. Por eso necesitamos disciplina y perseverancia. Por eso a menudo necesitamos compañeros del camino que nos acompañen y nos digan la verdad, aunque duela.
Ánimo: a quién allana el camino – a quién se compromete con la sencillez, la transparencia y la radicalidad – el encuentro con la luz está asegurado.

La luz que somos solo puede brillar en una mente en calma: nuestra mundo psíquico (pensamientos y afectividad) es como una vidriera que la luz ilumina y traspasa. No vemos la luz pura (¿cómo la luz puede verse a sí misma? ¿Cómo el ojo puede verse a sí mismo): vemos lo que ilumina. Cuanto más nuestro mundo psiquico está en paz más la luz brilla, ilumina y se manifiesta.

Entonces seremos verdaderos testigos de la luz: vidrieras hermosas, originales, únicas que simple y maravillosamente permiten que la luz pueda expresar la infinita belleza del único Amor.




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