domingo, 11 de febrero de 2018

Marcos 1, 40-45








Marcos nos presenta hoy la curación de un leproso anónimo. La lepra al tiempo de Jesús – más allá de lo terrible de la enfermedad misma – era fuente de una doble marginación: social y religiosa.
El leproso era excluido de la vida de la comunidad y las leyes religiosas etiquetaban al leproso como “impuro” y cualquiera que tocaba un leproso se volvía también él impuro.

El texto de hoy tiene un fuerte valor simbólico. El anónimo leproso es símbolo de todos los marginados, del tiempo de Jesús y del nuestro.
La historia de la humanidad es también historia de marginación. A los seres humanos nos encanta marginar y excluir, nos encanta crear grupos cerrados y elites.

Surge la angustiosa y apremiante pregunta: ¿Por qué?

Obviamente no hay una respuesta absoluta e inequívoca. Siempre los factores son múltiples y entremezclados.
Pero, tal vez, hay una constante que tiene mayor fuerza y que encontramos en nuestra psique, individual y colectiva: marginamos y excluimos por no atrevernos a ver y asumir nuestros propios límites y nuestras mezquindades.
Es un mecanismo psicológico y espiritual que – por ser parte de nuestro ser – siempre se dio en la humanidad pero que en el siglo pasado fue estudiado, profundizado y estereotipado por el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung.
Jung definió este mecanismo como “sombra”: la parte oscura de nuestro ser que no queremos ver la proyectamos, estigmatizamos y rechazamos en los demás.
Y esto, como vimos, no solo a nivel individual sino colectivo.
Desde acá entendemos también los horrores del recorrido histórico de la humanidad, como por ejemplo los genocidios de los pueblos: judíos, armenios, indígenas, Camboya, Ruanda… etcétera.
Cuando un pueblo no reconoce sus “sombras” se descarga emocionalmente eliminando otro pueblo.
A nivel individual ocurre lo mismo. Obviamente estoy simplificando pero una de las raíces del dolor y las marginaciones radica, sin duda, ahí.

Jesús era lúcido, consciente, atento. Había hecho el camino de reconocimiento y aceptación de su sombra (las tentaciones por ejemplo son un claro ejemplo de eso) y por eso su actuar es libre y compasivo.
Jesús toca al anónimo leproso: algo que escandalizaba a la religión oficial en Jesús se vuelve normal. Jesús no tiene miedo, porque venció sus miedos. Jesús es compasivo con los demás porque lo es consigo mismo. Jesús puede amar con total desinterés y entrega porque vio el fondo amoroso de lo real, vio el Amor que sostiene todo lo existente.

Ver entonces es el camino.
Ver es comprender y comprender posibilita el amor.

En nuestras sociedades y en nuestra iglesia siguen existiendo quistes de marginación y exclusión.
Siguen en la iglesia las elites de los pudientes y los moralistas: “cristianos de elite” que dan lo que les sobra y se reúnen de noche a celebrar “los buenos que son” tomando whisky importado.
Sigue la diferencia y la distancia entre parroquias ricas y parroquias pobres. Sigue la marginación de quién opina distinto, piensa distinto, se viste distinto, reza distinto.
Siguen marginando los eclesiásticos que desde sus intachables despachos juzgan a los demás sin saber de primera mano la angustia de la gente.

A menudo disfrazamos nuestro marginar y excluir – que hábiles somos –  con un asistencialismo caritativo que más que amor es un narcotizante de conciencia.

Sin duda dimos enormes pasos, pero hay que seguir. Seguir ampliando los círculos de aceptación e inclusión.
Hoy en día la marginación es tal vez, y en algunos casos, más sutil y escondida y por eso hay que ser más lúcidos.

El evangelio está ahí, cuestionando e iluminando. El evangelio es un camino de lucidez, de conciencia, de comprensión.
Dejarse cuestionar e iluminar es la clave. Para eso necesitamos liberarnos de los prejuicios y tomar con seriedad el camino de la interioridad.

Nos convertiremos en “sanadores heridos”: nuestras heridas curadas y amadas se convertirán en compasión.

Compasión con la cual abrazaremos al Universo entero y tocaremos sonrientes las heridas de nuestros hermanos.

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