sábado, 28 de abril de 2018

Juan 15, 1-8



El capitulo quince de Juan es una verdadera joya. Con su habitual maestría Juan nos conduce de la mano en la vivencia del Misterio a través de símbolos, imágenes, metáforas.
El texto de hoy nos presenta la conocida imagen de la vid y los sarmientos.

Vid, viña y vino recorren simbólicamente la Escritura regalándonos y revelándonos un rostro fascinante de la divinidad marcado por la alegría, la abundancia, la fiesta.
El Maestro de Nazaret recupera toda la tradición bíblica de la vid y el vino para comunicarnos su experiencia del Padre.

Me encanta caminar por los viñedos y observar esta hermosa planta: los matices de colores de las hojas en otoño, las andanzas creativas de los sarmientos en primavera, la belleza de los racimos de uva en el verano, la digna desnudez del invierno.
Sospecho que Jesús estaba enamorado de esta planta y sin duda le gustaba el vino, tanto que lo eligió como elemento festivo y celebrativo de su presencia eucarística.
Vid y sarmientos expresan maravillosa y brillantemente la sabiduría mística de la unidad: no existen por separado y no hay uno sin el otro.
El sarmiento es también vid, aunque pueda percibirse a sí mismo como sarmiento. También nosotros podemos “separar” vid y sarmientos conceptualmente, pero en realidad coexisten y en la realidad son inseparables. Un sarmiento cortado en realidad es un cadáver de sarmiento y se echa al fuego, como el mismo Jesús dice.

Tal vez Jesús no encontró imagen mejor para decir su experiencia y revelarnos el núcleo de lo real: somos uno con la divinidad. Dicho en términos cristianos: “hijos de Dios”. Todavía – después de dos mil años – no hemos comprendido el alcance de lo que significa esta expresión.
Y parece algo extraño, cuando la Palabra de Dios lo afirma a claras letras:

¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.” (1 Jn 3, 1-2).

Posiblemente el miedo a algo tan extraordiario y grande nos impidió reconocer esta verdad y asumirla.
Como afirma lúcida y valientemenre Javier Melloni: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos”
Es el Misterio de la “divino-humanidad” que la espiritualidad cristiana ortodoxa tanto ama e investiga. Teólogos y santos del talle de Simeón el Nuevo Teólogo, Nicolás Cabasilas, Gregorio Palamas, Paul Evdokimov, Sergej Bulgakov, Pavel Florenskij, Dumitru Staniloae tienen páginas hermosas sobre este misterio.

Es el Misterio de toda mística y todo silencio que no nos atrevemos a decir.
Es el Misterio del Ser que toda la filosofía investigó, entre angustias, esperanzas y aciertos.
Es el Misterio último de lo real: abismo de luz desde el cual, nuestro ojos enfermos, siguen escapando y rechazando. Demasiada luz.
Es hora de despertar a la maravillosa belleza que el evangelio nos regaló. Es hora de dejarse atrapar por la Conciencia del Cristo.
Es hora de salir de la cueva del miedo y de la esclavitud donde nos encierran doctrinas y morales hechas a medida humanas, siempre a partir del miedo y del deseo de control y de poder.
Cuando doctrina y moral preceden la vida solo generan sufrimiento, como la historia enseña.
Es hora de devolver el primado absoluto a la Vida y a la Luz y de poner doctrina y moral a su servicio.

Jesús te devuelve a ti mismo, a tu verdad, a tu dignidad, a tu belleza.
Vid y sarmiento expresan todo esto: y no quita nada al Misterio insondable e indecible de Dios y a nuestra frágil y limitada experiencia humana. Nada ni nadie agota el Misterio.
Es el Amor Infinito que se achica en su tremenda e inimaginable misericordia y se manifiesta en nuestra carne y nuestra historia.
Carne e historia que necesitan ser podadas.
La poda: otra exquisita imagen que Juan nos ofrece. Toda experiencia de dolor es, en realidad, poda.
La Vida nos poda para que despertemos, para que podamos salir de la cueva del miedo y de la esclavitud del ego.
El Dios que es Vida poda nuestra carne y nuestra historia – individual y colectiva – para que los frutos sean más abundantes y sabrosos.
El dolor de la poda nos empuja a vivir una vida más real y más autentica. Purifica nuestros deseos infantiles y superficiales para que nos demos por fin cuenta del Amor que nos convoca, nos sostiene, nos engendra y nos conforma.







domingo, 22 de abril de 2018

Juan 10, 11-18






Estamos en el cuarto domingo de Pascua y la iglesia celebra el “Domingo del Buen Pastor”. Justamente hoy leemos el capitulo 10 de Juan donde se nos presenta la imagen del buen pastor. Jesús, según Juan, se atribuye esta imagen y esta metáfora: “Yo soy el buen pastor”.
La imagen del pastor es sumamente bíblica y fue usada como símbolo de los cristianos desde los primeros tiempos. Encontramos famosas imágenes del buen pastor pintadas en las catacumbas de Priscila y de San Calixto en Roma.
Desde siempre la imagen del buen pastor nos hace pensar a la ternura del Padre, su cuidado, su preocupación por cada uno.
Es una imagen y un símbolo muy sugerente que nos puede abrir una ventana sobre el Misterio.

Pero también hay que tener cuidado. Una imagen siempre hay que contextualizarla: no podemos aplicar directamente una imagen o un símbolo sin pasar por el filtro del “aquí y el ahora”. Cada imagen va reinterpretada a la luz del hoy. La luz del hoy siempre encuentra el mensaje actual purificado de las interpretaciones debidas puramente a la cultura o a los paradigmas de la época.

Para nuestro caso concreto.
Por un lado en nuestras sociedades modernas la imagen del pastor es anacrónica: ya no tiene fuerza simbólica y de significado. La razón es simple: ya no hay pastores.
No tenemos experiencia directa de lo que es y significa ser pastor.
Desde el silencio que nos hace humildes y abiertos podemos ir descubriendo que era lo que Jesús quería comunicar a través de esta imagen: este es el mensaje eterno y siempre valido que hay que sacar a luz. Y solo cuando la mente calla, el corazón entiende. Por eso el silencio es esencial.
Sin duda Jesús hoy, extraería de su atento y silencioso corazón otra imagen.

Por otro lado la imagen del pastor fue utilizada – y muchas veces abusada – como respaldo para la autoridad.

Un texto de José Antonio Molina puede aclarar: “En las sociedades orientales antiguas – Egipto, Asiria, Judea – el arquetipo del gobernante es el pastor, que guía y conduce a sus ovejas. Basta que el pastor desaparezca para que el ganado se disperse. Su papel consiste en salvar al rebaño. Esta figura del monarca implica una figura correlativa del súbdito. Es una oveja que no puede dirigir sus actos, no sabe dónde están los pastos y, si no fuera por el pastor, se perdería y se la comería el lobo. Resulta cuando menos anacrónico que la figura del pastor siga usándose en la pastoral cristiana”.

En la iglesia muchas veces hemos manipulado esta imagen para quedarnos con el poder y hemos dividido – en la práctica – la iglesia en dos: los que mandan y los que obedecen. O sea: pastores y ovejas. Jerarquía y laicos.
Las ovejas, simpáticas y mansas, no brillan por su inteligencia. Donde una va, van todas. Aplicar hoy en día esta imagen a los laicos es – por lo menos – impropio.
Pero así hemos educado por siglos: el pueblo (los laicos) tenía que obedecer, no podía opinar mucho y siempre las decisiones les tocaban a los pastores.
Desde el Concilio Vaticano II algo cambió, al menos, en la teoría.
“Pueblo de Dios” somos todos. Este es el dato inicial y de fundamental igualdad.
Desde ahí pueden arrancar los roles y los papeles de cada uno, según los dones personales y la vocación individual.
Queda mucho por caminar. Todavía hay pastores que se creen “dueños” del rebaño y todavía hay “ovejas” sometidas a las cuales les cuesta tomar protagonismo, opinar y decidir.

La clave para comprender el camino la revela el final de nuestro texto.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo.” (Jn 10, 17-18).

Entregar la vida en el amor y por amor: eso importa.
Eso hace que cada cual sea pastor y oveja. Maestro y discípulo a la vez. Amante y amado. 
Y, en realidad, en el Amor todos nos encontramos: sin envidias, sin títulos, sin roles que defender.
Porque el Amor es lo que somos.



domingo, 15 de abril de 2018

Lucas 24, 35-48





La liturgia en este tiempo pascual nos sigue ofreciendo los relatos de las apariciones: el texto de hoy es la continuación del conocido relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-25).
Ya sabemos que los relatos de “apariciones” no tienen pretensión de historicidad: transmiten experiencias de fe. Son testimonios de fe.

Siempre es oportuno recordar y subrayar que “histórico” y “real” no siempre van de la mano: un acontecimiento (una experiencia) puede no ser “histórico” pero sí real o, por lo menos, vivido así por la persona.
Es nuestro caso: Lucas relata las apariciones de Jesús. Las “apariciones” no son históricas, pero la experiencia que quieren transmitir es real: el encuentro y la experiencia del Resucitado.
Las apariciones no son históricas pero el encuentro con Cristo es real.
Captado el mensaje más allá de la forma y las limitaciones con las cuales se transmite, todo se vuelve mucho más sencillo, humano, aprovechable, coherente.

En el texto de hoy el evangelista quiere mostrar una vez más la continuidad entre el crucificado y el resucitado: es el mismo.
¿Cómo entender esto para nosotros hoy desde la visión contemplativa?

La Vida Una nunca muere y no muere… porque nunca nació.
Vivimos en la Vida – Amor, Dios, Conciencia son otros nombres de lo mismo – que siempre es. Por eso hay continuidad. Es la continuidad del “aquí y del ahora”.
La experiencia psicológica de la muerte – por cuanto terrible pueda ser – no afecta a nuestro ser esencial, a lo que somos: Vida.
La Vida se expresa, revela y manifiesta también en lo que – desde nuestra ignorancia – llamamos “muerte”.
Jesús, más sabio, usó la imagen del “dormir”.
La niña no está muerta, sino que duerme” (Mc 5, 39).
Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo” (Jn 11,11).

¿Y si empezáramos a ver y hablar de la “muerte” como un dormir?
Nuestra experiencia psíquica de la muerte será – por fin – la muerte del ego y nos despertaremos en la luz de nuestra verdadera identidad, experimentada ya sin las limitantes humanas que bien conocemos (espacio, tiempo, límites psíquicos, morales, sociales, etcétera).
Paradójicamente, comprender que la muerte es un simple dormir nos llevará a despertar antes y a vivir con total conciencia y plenitud.
Con la conciencia despierta viviremos nuestro “morir” como el instante donde el ego se disuelve y esa misma conciencia se despierta en el Océano consciente del Amor y de la Vida.

Por otro lado Lucas también nos muestra al Resucitado en actitudes típicamente humanas y cotidianas: habla con sus amigos y come con ellos.

¿Qué nos quiere delicadamente sugerir?

Que la experiencia de lo divino – hasta sus más altas y místicas expresiones – sigue pasando por lo cotidiano y lo humano.
Experimentamos a Dios desde y en nuestra humanidad. Somos seres humanos, no ángeles ni espíritus. Intentar evadir de nuestra condición humana para experimentar a Dios sería tiempo perdido y causa de neurosis.

El zen lo expresa como siempre muy plásticamente: “antes de la iluminación cortar madera y acarrear agua. Después de la iluminación cortar madera y acarrear agua.

O al discípulo que le preguntó a su maestro que debía hacer al entrar en el Monasterio:
-      “¿Desayunaste?”
-      “Si”, respondió el discípulo.
-      “Bien. Ve a lavar tu cuenco.”

Es lo mismo que Jesús vivió con sus discípulos después de la experiencia mística del monte Tabor: hay que bajar.

Lo cotidiano es el ámbito donde experimentamos lo divino, donde palpamos nuestro ser esencial, donde nos encontramos con el Cristo Viviente.
Nuestra frágil humanidad es la puerta que nos abre a lo Infinito y a la Vida plena.
Entrando por esa puerta experimentaremos lo esencial y maravilloso: no somos nosotros que vivimos, es Dios que se vive en nosotros.
¡Deja de ser el protagonista de “tu vida” y deja que la Vida Una sea protagonista en ti!









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