domingo, 15 de abril de 2018

Lucas 24, 35-48





La liturgia en este tiempo pascual nos sigue ofreciendo los relatos de las apariciones: el texto de hoy es la continuación del conocido relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-25).
Ya sabemos que los relatos de “apariciones” no tienen pretensión de historicidad: transmiten experiencias de fe. Son testimonios de fe.

Siempre es oportuno recordar y subrayar que “histórico” y “real” no siempre van de la mano: un acontecimiento (una experiencia) puede no ser “histórico” pero sí real o, por lo menos, vivido así por la persona.
Es nuestro caso: Lucas relata las apariciones de Jesús. Las “apariciones” no son históricas, pero la experiencia que quieren transmitir es real: el encuentro y la experiencia del Resucitado.
Las apariciones no son históricas pero el encuentro con Cristo es real.
Captado el mensaje más allá de la forma y las limitaciones con las cuales se transmite, todo se vuelve mucho más sencillo, humano, aprovechable, coherente.

En el texto de hoy el evangelista quiere mostrar una vez más la continuidad entre el crucificado y el resucitado: es el mismo.
¿Cómo entender esto para nosotros hoy desde la visión contemplativa?

La Vida Una nunca muere y no muere… porque nunca nació.
Vivimos en la Vida – Amor, Dios, Conciencia son otros nombres de lo mismo – que siempre es. Por eso hay continuidad. Es la continuidad del “aquí y del ahora”.
La experiencia psicológica de la muerte – por cuanto terrible pueda ser – no afecta a nuestro ser esencial, a lo que somos: Vida.
La Vida se expresa, revela y manifiesta también en lo que – desde nuestra ignorancia – llamamos “muerte”.
Jesús, más sabio, usó la imagen del “dormir”.
La niña no está muerta, sino que duerme” (Mc 5, 39).
Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo” (Jn 11,11).

¿Y si empezáramos a ver y hablar de la “muerte” como un dormir?
Nuestra experiencia psíquica de la muerte será – por fin – la muerte del ego y nos despertaremos en la luz de nuestra verdadera identidad, experimentada ya sin las limitantes humanas que bien conocemos (espacio, tiempo, límites psíquicos, morales, sociales, etcétera).
Paradójicamente, comprender que la muerte es un simple dormir nos llevará a despertar antes y a vivir con total conciencia y plenitud.
Con la conciencia despierta viviremos nuestro “morir” como el instante donde el ego se disuelve y esa misma conciencia se despierta en el Océano consciente del Amor y de la Vida.

Por otro lado Lucas también nos muestra al Resucitado en actitudes típicamente humanas y cotidianas: habla con sus amigos y come con ellos.

¿Qué nos quiere delicadamente sugerir?

Que la experiencia de lo divino – hasta sus más altas y místicas expresiones – sigue pasando por lo cotidiano y lo humano.
Experimentamos a Dios desde y en nuestra humanidad. Somos seres humanos, no ángeles ni espíritus. Intentar evadir de nuestra condición humana para experimentar a Dios sería tiempo perdido y causa de neurosis.

El zen lo expresa como siempre muy plásticamente: “antes de la iluminación cortar madera y acarrear agua. Después de la iluminación cortar madera y acarrear agua.

O al discípulo que le preguntó a su maestro que debía hacer al entrar en el Monasterio:
-      “¿Desayunaste?”
-      “Si”, respondió el discípulo.
-      “Bien. Ve a lavar tu cuenco.”

Es lo mismo que Jesús vivió con sus discípulos después de la experiencia mística del monte Tabor: hay que bajar.

Lo cotidiano es el ámbito donde experimentamos lo divino, donde palpamos nuestro ser esencial, donde nos encontramos con el Cristo Viviente.
Nuestra frágil humanidad es la puerta que nos abre a lo Infinito y a la Vida plena.
Entrando por esa puerta experimentaremos lo esencial y maravilloso: no somos nosotros que vivimos, es Dios que se vive en nosotros.
¡Deja de ser el protagonista de “tu vida” y deja que la Vida Una sea protagonista en ti!









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