Cristianismo, iglesia y vida consagrada: ¿tiempo de mística o tiempo de muerte?


Aunque el título del presente artículo hace referencia a tres grandes temas: cristianismo, iglesia y vida consagrada, lo central de mi aporte va en la dirección de la vida “religiosa” (prefiero, y ya veremos por qué, llamarla “consagrada”). Tocaré de rebote “cristianismo” e “iglesia”, convencido que la crisis de la vida consagrada es mucho más amplia y profunda de lo que suponemos y que hunde sus raíces en la comprensión misma de la fe cristiana y de la manera de ser iglesia. Centro mi reflexión en la vida consagrada porque me parece un buen termómetro para evaluar el estado de salud del cristianismo y porque no me encuentro – tal vez es mi ignorancia – con aportes y reflexiones que logren aplicar a la vida consagrada la evolución de la conciencia que, desde muchos campos del saber, apremia para salir a luz.  
El mío es un aporte y una reflexión que surgen de una experiencia, de tiempos de silencio, estudio, oración. Es una reflexión tal vez osada en muchos de sus aspectos. Pero creo necesaria. Una reflexión que, como todo, está abierta a correcciones y modificaciones. Una reflexión que pide al lector lo que sería bueno pedir en cualquier relación humana: una escucha libre de prejuicios. Sé que es difícil, pero confío plenamente en quien me lee. Gracias desde ya por este esfuerzo.

Por “vida religiosa” se entiende una forma de vida adentro de la iglesia católica que hace referencia a algún tipo de consagración: en una orden, una congregación, un instituto secular, una elección también personal. Teológicamente encuentra motivo de ser en la vida de Jesús de Nazaret. La “vida religiosa” sería un estilo de vida al “estilo de Jesús”: vivir las opciones del Maestro. Opciones que se concretizan y resumen en los tres votos: pobreza, castidad, obediencia (hay congregaciones que añaden un cuarto voto, dependiendo del carisma). Históricamente la “vida religiosa” nace con los primeros monjes del desierto en los primeros siglos del cristianismo.
La “vida religiosa” a mi parecer está en crisis – y no solo por la famosa falta de vocaciones – y necesita una profunda relectura, aggiornamento y reinterpretación. A comenzar por el nombre. Vida religiosa se conecta etimológicamente a religión. Y más allá que el significado etimológico del latín expresa simplemente la idea neutra de una conexión (religare, “unir fuertemente”, aunque hay otras interpretaciones de la etimología de religión) con la divinidad, históricamente se entendió y entiende casi exclusivamente como una serie de ritos y conductas morales con las cuales el ser humano se propicia la divinidad. La Real Academia Española se hace eco de esta visión y en su definición de “religión” se lee:
Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto.
Esta idea tan fuertemente marcada en la espiritualidad del cristiano común, poco o nada tiene que ver con el Dios de Jesucristo y el evangelio.
Además la gran mayoría de los cristianos de nuestras parroquias están lejos de entender cabalmente que significa la expresión “vida religiosa”. Y muchos siguen sin entender después de las pertinentes explicaciones. Hemos complicado lo sencillo, como a menudo sucede.
Tal vez podríamos hablar de “vida consagrada” que expresa más claramente un estilo de vida y tiene un eco evangélico más genuino. “Consagración” sugiere pertenencia, amor, exclusividad, fidelidad.
Más allá del nombre intentamos comprender los motivos de la crisis y damos unas pautas para su renovación a partir de su reinterpretación. Esta reinterpretación que llevaría a una renovación, parte de una visión. La llamaremos “visión mística”.
La evolución de la conciencia de la humanidad es imparable y nos conduce a otro modo de ver. Ver y comprender van de la mano. Viendo la realidad de otra manera, la comprendemos también de otra manera y, por ende, nos lleva a vivir de otra manera.
Todas estas consideraciones valen también en su conjunto para toda la vida de la iglesia y el cristianismo en general. Cada cual las podrá traer a su propia realidad y sensibilidad.
1)    La “comunidad”
Uno de los ejes de toda forma de vida consagrada es el aspecto comunitario. También las formas de vida más eremíticas tienen algunas forma de vida común. Vida común que encuentra su raíz y su motivo de ser en el evangelio y en la experiencia comunitaria de Jesús, a nivel humano con sus discípulos y a nivel divino con la Trinidad.
Más allá de tantas experiencias positivas la vida comunitaria necesita un salto de calidad y una profundización. Y esto no solo pensando en la vida consagrada, sino también en la institución iglesia en su conjunto. Hablamos de las parroquias como espacios comunitarios e intentamos que la iglesia en todos sus aspectos sea escuela de comunidad y comunión. En realidad a mi parecer hay muy poco de auténticamente comunitario.
¿Dónde está el problema o, mejor dicho, el desafío?
·      En primer lugar en el hecho que damos por supuesta la comunidad y la damos por supuesta por nuestra asombrosa superficialidad. Creemos que por el hecho de vivir bajo un mismo techo o de participar de la misma Eucaristía la vivencia comunitaria está servida. Creencias: eso son. Y las creencias son mentales, no reflejan lo real.
·      En segundo lugar por nuestra tendencia a universalizar y espiritualizar la fe. Nos falta encarnación. “La comunidad” no existe. Existen personas concretas con sus heridas y fragilidades, su historia y sus proyectos. Desde la autoridad se intenta muchas veces imponer estilos de vida comunitaria sin considerar seriamente lo primero y fundamental: la persona concreta con su historia, heridas, deseos, dones, anhelos.
·      Moral heterónoma. Todavía estamos anclados a una moral heterónoma: acatamos ordenes y reglas externas sin sentirlas y vivirlas desde dentro. Una moral heterónoma es aceptable en determinadas etapas de la vida y del camino espiritual. Vivir siempre a partir de una moral heterónoma es quedar niños, en el sentido peyorativo de la palabra: inmaduros, dependientes, irresponsables. La iglesia todavía sufre de una moral heterónoma infantil y castrante (perdón el término) y así la vida consagrada. Se tratan a los cristianos y a los consagrados como niños impidiéndoles crecer y desarrollarse. La conversión está en crecer en autonomía. El camino místico (nuestro ver de otra manera) lleva directo a esto. El silencio contemplativo es el autopista para esto. Hasta que una norma moral – cualquier sea – no es sentida y experimentada como vinculante desde dentro, desde el interior, seremos niños y sufriremos las consecuencia de esta inmadurez. Una real experiencia de Dios – los testigos y maestros espirituales son numerosos – lleva a la libertad y la autonomía. Libertad y autonomía que no se oponen a la comunión. Al revés: solo desde la libertad y la autonomía es posible una verdadera comunión.
Olvidamos a menudo la contundente pregunta del maestro: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57). Y siempre Lucas nos presenta el caso de alguien que pide al Maestro de intervenir en un conflicto familiar sobre una herencia y también acá la respuesta es tajante: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?” (Lc 12, 14).
Jesús y el evangelio son caminos de liberación y autonomía. Jesús invita constantemente a descubrir nuestra propia luz, a descubrir el manantial de agua viva que todos somos y tenemos: “De su seno brotarán manantiales de agua viva” (Jn 7, 38).
El evangelio nos revela a cada paso a un Dios – padre, madre, amigo, esposo…no hay que anclarse a una solo imagen – que engendra hijos, engendra libertades y co-creadores. A cierta porción de la iglesia cuesta y costó esta visión ya que vería mermada su autoridad y su poder.
·      Educar a la comunión y a la comunidad es educar a la soledad. El gran psicoanalista y hombre espiritual Erich Fromm ya lo había afirmado: la base de la solidaridad se halla en la capacidad que uno tenga para saber caminar en soledad.
La verdadera comunión nace del silencio y la soledad, porque solo en la soledad silenciosa el ser humano se encuentra consigo mismo y puede purificar su psiquismo de todas las heridas afectivas que entran poderosamente en juego en las relaciones que edifican o no edifican la comunión. Los intentos de comunión que no nacen de la soledad personal muchas veces fracasan porque son frutos de un ingenuo voluntarismo y de una búsqueda casi siempre inconsciente de satisfacer necesidades afectivas ocultas. Solo la soledad lleva a ser más consciente de estos mecanismos psíquicos y obviamente solo el reconocer/ver puede activar un camino de sanación.  
En realidad la tradición cristiana siempre supo esta verdad, pero con el tiempo y la institucionalización del cristianismo la soledad y el silencio se fueron perdiendo entre los vericuetos de la doctrina, la moral y el culto. Todas las tradiciones espirituales y místicas de la humanidad repiten esta gran verdad: no hay verdadera comunión si no nace de una soledad individual asumida, amada, vivida.
·      Por último dejo, en realidad, lo más importante, tal vez en orden a la novedad que representa y a la conversión que nos pide. La comunidad y la comunión no las construimos: las descubrimos antes que nada. Una vez descubiertas podemos también construir lo que cae bajo nuestra responsabilidad. ¿Qué significa eso? La realidad por sí misma es ya comunión perfecta: todo tiene que ver con todo, todo está relacionado, todos dependemos de todos y de todo, todo vive y respira al mismo tiempo. No partir de esta consciencia nos lleva a caer en las trampas del ego: el “yo” se apropia de las acciones y se cree el inventor y el constructor de la comunidad. El ego actúa siempre desde una dimensión superficial e ilusoria de nuestro ser, dimensión que está fuertemente condicionada por lo emocional, por los deseos, por las heridas afectivas. Esto significa que la edificación de la comunidad a partir del ego siempre estará viciada y ralentizada por las heridas y los limites afectivos y emocionales no resueltos que se manifestarán en realidades bien conocidas: celos, envidias, enojos, individualismos, tristezas, criticas, quejas. Con el peligro adjunto de que cuando las cosas marchan más o menos bien “nos la creemos”: creemos ser los grandes artífices de la comunión cuando en realidad es la Comunión que nos hace a nosotros.
Entonces descubrir y hacer experiencia personal y concreta de la comunión (y la comunidad) como un don que nos precede, engendra y sostiene, es fundamental. Toda búsqueda y esfuerzo en el camino espiritual tendría que apuntar a eso.
La sabiduría oriental nos viene en ayuda con el criterio paradójico de la “no-acción”. Un criterio también evangélico pero difícil de comprender por nuestras mentes occidentales enfermas de lógica, racionalismo y activismo. Es un criterio místico. Podríamos intentar esta explicación para la mente occidental: la acción correcta surge por sí sola, surge de un estado de quietud emocional. Cuando estamos en calma el ego queda como dormido y nuestro verdadero ser en cambio, despierta. Desde la calma la visión se aclara: empezamos a ver y descubrir que la comunidad y la comunión ya están y constituyen lo real. Cesa toda crispación, todo esfuerzo inútil, todo sufrimiento inútil. Y la comunidad simplemente se vive y se disfruta. Un versículo casi olvidado del evangelio de Marcos nos habla del criterio de la “no-acción”: Mc 4, 26. La vida no necesita de nuestro ego para fluir, crecer, fructificar. Basta reconocerla y alinearse con ella. El místico sufí Rumi lo expresa así: “Tu tarea no es buscar el amor, sino simplemente buscar y encontrar dentro de ti mismo todas las barreras que hayas construido contra él.


2)    Los votos
La vida consagrada tiene marcado su propio estilo de vida por la profesión de los votos: pobreza, castidad, obediencia. La teología y la espiritualidad de la vida consagrada afirman y enseñan que este estilo de vida – pobre, casto y obediente – encuentra su razón de ser en la vida del Maestro de Nazaret: Jesús vivió así y el consagrado sigue su ejemplo. En realidad “los votos” indican dimensiones de un amor maduro y verdadero que todos los cristianos están llamados a vivir, cada cual según su estilo concreto de vida.
Es necesaria una relectura del evangelio a-dogmática y desde una profunda libertad. Así como es necesaria una relectura de la historia y la interpretación de los votos.
Muchas veces cierta propuesta de vida consagrada y ciertas exigencias en la vivencia de los votos surgían más de un deseo oculto de poder y de control de la iglesia que de un auténtico espíritu evangélico.
La famosa “sombra” de jungiana memoria atañe también a la institución iglesia y no solo a los individuos.
Además la lectura del evangelio y la consiguiente aplicación e interpretación sobre los tres votos derivan necesariamente del contexto cultural y eclesial en el que se vive.
Leemos el evangelio a partir de nuestra limitada concepción de la realidad. En concreto: no podemos leer el evangelio e interpretar los votos con las categorías y la manera de pensar de los primeros siglos de la iglesia. En estos dos mil años de cristianismo la humanidad ha evolucionado y, por poner un ejemplo, no podemos hoy en día leer el evangelio y la vida consagrada como si el existencialismo, el psicoanálisis y la física cuántica no hubieran existido. Nuestra concepción de lo que significa ser persona humana hoy difiere bastante de lo que pensaban los primeros teólogos cristianos deudores de la cultura griega.
Obviamente que hay dimensiones constantes y estables por decir así. Y hay valores y aspectos rescatables. Pero estas dimensiones que tienen que ver más que nada con el Ser, evolucionan y se manifiestan de manera distinta según evoluciona la conciencia humana. Evolución de la conciencia que Teilhard de Chardin había vislumbrado y propuesto en el siglo pasado.
No tener en cuenta esta evolución es quedarse atrapado en esquemas mentales y cerrar puertas para posibilitarnos y posibilitar la experiencia plena de la vida. También, sobra decirlo, de la vida consagrada. Tal vez radica aquí uno de los motivos de la crisis vocacional: ciertas propuestas de vida consagrada y sacerdotal no responden más al llamado del Ser en esta etapa evolutiva.
Nos cuesta comprenderlo porque la manera de funcionar de nuestra mente y por ende de la racionalidad humana procede por análisis y separación. No logra mantener unidos los opuestos y armonizar lo aparentemente contradictorio. En este caso: estabilidad y mismidad del Ser con evolución. Para nuestra mente si el Ser evoluciona cambia y si notamos distinción no percibimos la mismidad.
En el fondo es el antiguo problema que ocupó los filósofos medievales en disputas acaloradas: la unidad y la multiplicidad, lo eterno y lo temporal.
La experiencia mística, confirmada hoy en día por la ciencia y en especial por la física cuántica, nos sugiere “la solución”: solo existe lo Uno que se manifiesta en infinitas formas. Traducido “cristianamente”: solo existe Dios, el Amor eterno, que se manifiesta en todos y en todo. Es clave entender el criterio de “manifestación” o “expresión”, que no quita nada a nuestra concreta existencia y experiencia. Somos manifestación de lo Uno. Somos lo mismo, pero distintos. Lo mismo en cuanto a la raíz – Dios –, distintos en cuanto a la manifestación.

A partir de esta visión, ¿Cómo comprender y reinterpretar los votos de la consagración en nuestro tiempo para que sean realmente y eficazmente camino de plenitud y creatividad?
Sugiero unos caminos para cada voto.
·      Pobreza
A partir de este llamado del Ser en el aquí y el ahora me parece que del evangelio se desprende una pobreza marcada por cuatro ejes: belleza, sobriedad, compartir, desapego.
La pobreza evangélica no está marcada por la ausencia de bienes, ni por una búsqueda de la pobreza por sí misma. Jesús ama a los pobres y no la pobreza por sí misma. Es bueno recordarlo. Cierta pobreza puede ser camino hacia Dios, otra pobreza puede impedir ese mismo camino.
También sabemos que Jesús no pertenecía a la clase social más pobre. Podríamos tal vez hablar de pobreza como medio y no como fin. Pobres hay ya bastante en un mundo donde las posibilidades para una vida digna para todos sobran.
Es necesario insistir en la marcada diferencia entre pobreza y miseria: la pobreza puede ser – y a menudo es – camino hacia Dios. La miseria en cambio impide este mismo camino porque vuelve indigno al que, por esencia, es siempre digno: el ser humano.
La pobreza que hoy el mundo necesita pasa por la belleza. “La belleza salvará al mundo” advirtió Dostoievsky. Personas y lugares ordenados, limpios y bellos hablan de Dios mucho más que tantas palabras. Hay tantos templos y conventos que en su fealdad asustan y espantan. El cuidado de los ambientes, los lugares y las cosas tienen la posibilidad de expresar y decir lo divino.
La sobriedad. La sobriedad es siempre bella: reluce lo necesario y crea espacio. Nuestro mundo necesita una pobreza que sea sobriedad. Una parte del mundo desperdicia y la otra necesita. La sobriedad invita al buen uso de las cosas, a valorar, a la dignidad.
El compartir. En un Universo maravilloso, donde fluye vida en abundancia hay recursos y vida para todos. El aprendizaje del compartir es clave y es tal vez la forma más humanizante de vivir la pobreza evangélica. El compartir hace crecer a todos: al donante y al que recibe. Genera solidaridad, un ir y venir del amor. El compartir se puede alimentar desde una visión integral de la realidad, donde nos damos cuenta que todo es un regalo y que nada es propiedad. El compartir surge de la experiencia de la fragilidad y la impermanencia de las cosas: todo pasa. Somos simples administradores en vista de experimentar la vida en plenitud.
Muchas veces en la iglesia y en la vida consagrada se vive una caridad que en el fondo no es caridad. El amor evangélico se transforma en asistencialismo y limosna. No se apunta al crecimiento de la persona, sino a tranquilizar la conciencia de aquel que tiene más y puede dar. La caridad auténtica y humanizante de la cual el evangelio es testigo iluminado es compasión: “el otro soy yo”. El amor surge de la visión (comprensión) de la unidad. Las páginas evangélicas en este sentido son numerosas. Recuerdo solo el capitulo 25 de Mateo.
El desapego es verdadera pobreza. En este aspecto podemos aprender mucho de las tradiciones orientales, especialmente del budismo zen. Aprender a vivir desde el desapego es ser verdaderamente pobres y vivir la pobreza como un valor, no como un fin o una imposición. El desapego nos enseña que todo es pasajero, todo fluye, todo se transforma. El desapego más radical no es tanto de los bienes materiales, sino de nuestro mundo afectivo, emocional y racional. El desapego conduce a una profunda libertad. Libertad para amar que en el fondo es el camino de la vida consagrada. Recibo como un regalo lo que viene y dejo ir lo que se va: esta es la sabiduría del desapego que nos hace verdaderamente ricos y capaces de amar.
Una última consideración. Desde Suramérica la teología de la liberación trabajó mucho el tema de los pobres y la iglesia entera hizo suya la famosa “opción preferencial por los pobres”.
Dos acotaciones:
1)    Desde la “opción preferencial por los pobres” parecería que la pobreza es siempre un anti-valor y siempre negativa. Hemos visto que no es así. Lo que es anti-valor e indigno es la miseria. La pobreza puede ser un medio para crecer, aprender, experimentar la riqueza infinita del Amor. Si no fuera así, el mismo voto de pobreza, no tendría ningún sentido y desembocaría en un masoquismo patológico.
2)    Históricamente la “opción preferencial por los pobres” se desvió muchas veces en “opción contra los ricos”. Por eso creo también que el entusiasmo inicial se fue lentamente apagando. El evangelio – aunque denuncie proféticamente las injusticias y los abusos de todo tipo – no está en contra de nadie. Siempre está a favor de la vida, siempre a favor del ser humano. Todos los sabios de la humanidad son testigos de esto, con sus palabras y sus vidas. Lo que a menudo denuncian es una manera indigna e infeliz de vivir que causa sufrimiento inútil para muchos.

·      Castidad
¿Cómo comprender la castidad desde esta nueva visión y desde esta lectura actual de los evangelios?

Þ  Vida consagrada más abierta y compartida.
La vida consagrada tendría que abrirse a nuevas formas comunitarias. Comunidades de solos varones o solas mujeres sin un contacto cotidiano, profundo y real con las familias y los laicos en general ya no responden al llamado evangélico. Hay que fomentar formas nuevas de vida comunitaria, donde se pueda vivir juntos y acompañarse recíprocamente respetando los matices propios. Para las comunidades masculinas nos preguntamos: ¿Cómo se puede dar una vida de consagración sin compartir codo a codo con las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, las familias? La misma pregunta se puede hacer en la vertiente femenina de la vida consagrada.
Þ  Recuperar una visión positiva e integral de la sexualidad.
El voto de castidad era/es propuesto desde una visión – a menudo inconsciente – negativa de lo sexual. Parece acertado afirmar que también la doctrina del pecado original surja de la visión negativa de la sexualidad de San Agustín. Recuperar 1500 años de visión parcial y negativa requiere paciencia y apertura, pero es una labor imprescindible para el futuro de la vida consagrada.
Una visión integral de la sexualidad exige salir de la genitalidad. Parecería que la vivencia de la castidad se concentra en el no-uso de la genitalidad, dejando de lado todo el mundo afectivo y emocional que reviste una enorme importancia en la comprensión y vivencia de lo sexual. En estos últimos decenios se dieron importantes pasos.

¿No se podría centrar el voto de castidad en la educación al amor? Centrado en esto todas nuestras preocupaciones y miedos se desvanecerían. Propios del camino educativo son los procesos y las equivocaciones. Todos los pedagogos lo saben: se aprende por ensayo y error. Se conoce por ensayo y error. Se crece por ensayo y error.
En este sentido algunas experiencias afectivas y hasta de utilizo de la genitalidad, lejos de ser “pecado” se transforman en necesarias experiencias de crecimiento y comprensión.
Es sumamente necesario en la vida consagrada y especialmente en la primera formación, un conocimiento serio y profundo de la “manera de funcionar” del ser humano: cuerpo, psique, espíritu.
La máxima escolástica que “la gracia supone la naturaleza” la sabemos de memoria pero estamos lejos de aplicarla fehacientemente.
En la formación invertimos mucho más tiempos y recursos para “la gracia” que para la “naturaleza”, cuando tendría que ser al revés. La exquisita parábola del sembrador nos lo recuerda: en un terreno fértil la semilla brota. Nuestra humanidad sana permite que el evangelio y la vida consagrada arraiguen y den fruto. En una humanidad sana y reconciliada el evangelio “prende” sin duda y fructifica. Obviamente es el compromiso de toda una vida, día tras día. Jesús de Nazaret es justamente, para los cristianos y los consagrados, el “hombre nuevo”: humanidad plena y reconciliada. “Tan humano solo Dios”, recuerda Leonardo Boff. Descubriremos así y experimentaremos una belleza nunca vista: la profunda unidad de humanidad y divinidad. Cuanto más humanos, más divinos. Lo “divino” viene solo… si trabajamos lo “humano”.

·      Obediencia
El voto de obediencia necesita también una profunda revisión y recomprensión. Detrás de ciertas propuestas de obediencia se ocultaba y oculta el deseo de control y de poder que – por supuesto – afecta a la iglesia también. Con todas las “excusas” teológicas correspondientes y con todas las buenas intenciones transformamos el voto de obediencia en una forma de mantener el control, impedir el crecimiento de los demás y truncar posibilidades de creatividad y novedad. En estos últimos decenios dimos pasos a través de la llamada “obediencia dialogada”: sin duda el dialogo es positivo y, por lo menos, permite expresarnos. Pero la raíz no está ahí.
Estoy convencido que muchas de las decepciones en la vida consagrada se deben a una mala comprensión y vivencia de la obediencia. Sin dudas en muchos casos lo que prima, en las crisis, es la dimensión afectiva (que tratamos hablando del voto de castidad) pero estoy inclinado a pensar que más peso tiene una obediencia mal entendida, una obediencia que en muchos casos no permitió al consagrado/a “ser él mismo”, ser fiel a su don y llamado especifico.

En el fondo el desafío radica en comprender lo que es (o lo que entendemos por) la “Voluntad de Dios”.
También en este caso es necesario un trabajo de purificación. Hemos aplicado a Dios – Misterio sin nombre[1] – nuestra experiencia humana de “voluntad”. Típico e inconsciente error del antropomorfismo. Aplicar a lo trascendente sin más nuestra categorías humanas y peor, absolutizarlas, nos lleva afuera del camino.
Entendiendo antropomórficamente la voluntad de Dios cargamos a los que tenían alguna autoridad (obispos, sacerdotes, superiores y superioras, abades y abadesas, etc…) de un peso inútil e insostenible y también a los desafortunados “súbditos” del inhumano compromiso de sacrificar los más genuinos anhelos por una supuesta “voluntad de Dios” que nos trasmitía la correspondiente autoridad.
Toda esta reflexión no quiere en absoluto desmerecer toda la historia del cristianismo y la vida religiosa que también a través de una obediencia así entendida dio frutos de santidad. El Misterio es siempre más grande que nosotros.
Sin duda fue parte de su época y del estado de conciencia de la humanidad y del cristianismo.
Pero hoy estamos llamados a salir de una manera todavía infantil de vivir lo trascendente y, para los llamados, la vida consagrada.
El camino en este caso apunta a cuatro grandes dimensiones:

·      Comprender en un sentido nuevo y más profundo la “Voluntad de Dios”.
·      Recuperar el sentido genuino y humano de la mediación.
·      Educar al camino interior de escucha y fidelidad a lo mejor de uno.
·      Ir cambiando el lenguaje.


1)    La Voluntad de Dios.
Es esencial comprender ese tema porque es una de las raíces de la vida de la iglesia y la vida consagrada. La visión mística de la realidad que acompaña este salto evolutivo de la conciencia humana invita a ver de manera distinta y, por ende, comprender de manera distinta, como ya hemos subrayado.
Ya no podemos entender la “Voluntad de Dios” como algo que viene desde el exterior y, menos, como reglas impuestas desde quien sabe cual autoridad. En el desarrollo psicológico del niño esta etapa corresponde a los primeros años de vida, años en el cual el niño necesita reglas impuestas para comenzar a orientarse en la vida. Lo mismo podemos decir, por ejemplo, de los “diez mandamientos”: corresponden a una etapa infantil de la conciencia humana. Todavía, en muchos casos, la iglesia y los cristianos hemos quedado anclados y estancados en esta etapa heterónoma e infantil.
La visión mística nos insta a ver de manera distinta: la “Voluntad de Dios” corresponde a la realidad. Dios es y lo que es se expresa en lo que ocurre. La realidad – lo que está aconteciendo en este momento, adentro y afuera de cada uno – es, en sentido estricto y también misterioso si queremos, “Voluntad de Dios”.
Es la visión de los místicos de todos los tiempos y todas las tradiciones: Dios, lo único real, se manifiesta y expresa en la realidad. Por ende, la realidad aquí y ahora, me revela un Dios que acontece.
Visión maravillosa y asombrosa, por cierto. Visión que cuestiona nuestro continuo juzgar la realidad, creyendo soberbiamente saber lo que está bien y lo que está mal. La visión mística, en cambio, parte de la aceptación amorosa y agradecida de lo real.

Sin duda esta visión mística socava la visión racional-mítica de la “Voluntad de Dios” entendida antropomórficamente: los deseos de un Ente Omnipotente (que no se sabe adonde está) externo y separado de la realidad.
Todo esto puede asustar y, de hecho, asusta. Siglos de historia y de manera de ver echaron raíces y generaron en muchos casos, enquistamientos y miedos. En todo esto juega también la necesidad psicológica de seguridad. Enfrentarse a lo nuevo y a cambios radicales siempre es un desafío para nuestra psique necesitada de seguridades. Desde acá se entienden muchos miedos y algún que otro regreso en sectores de la iglesia a ciertas posturas conservadoras y exteriores que dan la impresión de seguridad y certezas.
Cuenta una antigua leyenda:

Érase una pequeña ciudad donde todo el mundo era feliz. Todos hacían lo que querían y se entendían bien entre sí, a excepción del alcalde, que vivía triste porque no tenía nada que gobernar. La cárcel estaba vacía, el tribunal no se utilizaba nunca y el trabajo de notario no proporcionaba ningún beneficio porque la palabra valía más que el papel.
“Aquí falta autoridad”, pensaba el alcalde. E intentaba de todas las formas posibles que la gente obedeciese leyes absurdas creadas por el Gobierno central. Mas nadie le hacía caso.
Hasta que el alcalde tuvo una idea. Mandó venir de muy lejos a operarios para que cerraran con una cerca el centro de la plaza principal de la pequeña ciudad, y se pusieran a construir. Durante una semana se oyeron martillos golpeando, sierras cortando madera, las voces de los capataces dando órdenes.
Una tarde, el alcalde invitó a todos los habitantes de la ciudad a la inauguración. Con gran solemnidad, se retiró la cerca y apareció… una horca. Nuevecita, con la soga oscilando al viento, y el mecanismo de la trampilla bien engrasado.
A partir de aquel momento, todo el mundo que pasaba por la plaza veía la horca. La gente se fue volviendo cada vez más triste, sin saber lo que se esperaba de ella.
Empezaron a preguntarse qué hacía allí aquella horca, y, por el miedo que les producía, pasaron a dirigirse a la justicia para resolver cualquier asunto que surgía y que antes se resolvía de común acuerdo.
Empezaron a ir al notario para registrar documentos que hasta entonces habían sido sustituidos por la palabra. Y también empezaron a hacer caso en todo al alcalde, por miedo a violar la ley.
La leyenda termina contando que nunca se utilizó la horca. Pero bastó su presencia para que todo cambiara.

Muchas veces la historia de la iglesia y del cristianismo es la historia de miedos no resueltos e impuestos. La liberación es posible, lo sabemos. El evangelio es, esencialmente, un mensaje y un camino de auténtica libertad.

La evolución de la conciencia sigue imparable y no alinearse con la vida lleva a estancarse, secarse, morir.
Esta visión más profunda y esencial nos hace reinterpretar “lo viejo”, dejando algunas cosas y recuperando otras. No todo se tira, no todo se salva.
La revelación bíblica se cierra justamente con estas palabras: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5). Dios es siempre nuevo, fresco, vivo: como la vida. La filosofía y teología occidental con su categoría estática del ser no supieron mantener unidas la eternidad/estabilidad del Ser con la continua novedad de su manifestación y expresión histórica. Solo la visión mística logra esta comunión fecunda. Al final volveremos sobre este tema esencial.

2)    La mediación.
¿Cómo reinterpretar la mediación que tanta importancia tuvo y tiene en la vida de la iglesia?
La visión mística descubre la profunda unidad de lo real. En cuanto a las relaciones humanas esta verdad la podemos resumir en el axioma ya visto: “El otro soy yo”. No es expresión poética o romántica, sino la experiencia más profunda de lo real que todos los místicos atestiguan y defienden.
A partir de ahí, la mediación se vuelve espejo, puede volverse espejo, cuando hay transparencia.
El otro – cualquier que tenga autoridad y cualquier otro también – no me revela como por arte de magia “la Voluntad de Dios”, sino me hace de espejo para que mi mirada se haga más libre, más profunda, más auténtica.
En una relación de confianza y transparencia la persona se comprende mejor a sí misma y puede caminar más fácil y serenamente aportando al mundo lo mejor de sí.
Purificada la mirada, todo se vuelve mediación: cada detalle, cada encuentro, cada flor. Se crea una sintonía con la realidad y la realidad se vuelve transparencia de Dios.
La autoridad entonces se verá centrada en un nivel de coordinación que siempre necesitamos en esta dimensión histórica y concreta.
La autoridad coordina, anima, resuelve los detalles concretos de la vida y la convivencia, sin darles el peso psicológico de tener que revelar una voluntad de Dios que siempre tenemos al alcance de la mano: aquí y ahora en lo que es y ocurre.

3)    Escucha y fidelidad.
El camino de plenitud pasa por la fidelidad a lo mejor de uno, por descubrirse en el don único que cada uno es. Este es otro de los legados de los místicos y del cambio de paradigma actual. La plenitud – y la correspondiente posibilidad de experimentarla ya desde ahora – no se encuentra en un hipotético futuro, sino en el corazón mismo de lo real. Cada ser humano también, en cuanto expresión única y original del Ser/Dios, tiene en su más profunda intimidad el acceso original a esta plenitud. El camino espiritual va de la mano con el psicológico: hay que atravesar los infiernos de nuestra psique (heridas, miedos, soledad) para descubrir el tesoro.
La cueva a la que te da miedo entrar contiene el tesoro que buscas” (Joseph Campbell).
Tesoro eterno e inagotable, expresión de lo divino en cada uno, lugar inmaculado y de profunda paz.
Este tesoro y este lugar son expresión del mismo Ser en cada uno, la manera única y original en la cual la divinidad se manifiesta y expresa. Ser fiel a este don único es el camino hacia la plenitud, ya en esta tierra. Para descubrir ese don único, que también es el aporte único que puedo ofrecer al mundo y a la iglesia, debo escucharme. Aprender a escucharse y a ser fiel a esta voz única y exquisita de la conciencia. No hay otro camino.
En esta voz única podemos ver sin duda “la voluntad de Dios”. Entonces se nos confirma otra vez la gran verdad de la visión mística: la voluntad de Dios no me viene desde afuera sino que surge, potente y delicada, desde adentro. Surge de una escucha y una fidelidad. En sentido estricto, nadie desde afuera me puede revelar lo que solo late adentro. Desde afuera me pueden ayudar una escucha atenta que me lleve a escucharme. Desde afuera ayuda la actitud de espejo y transparencia que invitan a confiar en uno mismo y emprender el arduo viaje hacia lo profundo.
Pero solo en la profundidades de la conciencia personal se esconde la llave que abre el cofre de la plenitud, expresión del único Amor que se expresa y revela de manera distinta en cada ser humano y en cada cosa.
Una última y breve reflexión.
La ansiedad por vivir una iglesia comunión – especialmente después del Concilio Vaticano II y algunos aportes carismáticos – ha llevado a “comunionismo” que tenía que frenar la tendencia al individualismo. Todos los -ismos, lo sabemos bien, no responden a la verdad y bondad de lo real. Porque los –ismos fragmentan y absolutizan lo que, por naturaleza, es uno.
Hay que recuperar entonces una sana individualidad. Sin individuos sanos no hay comunión y una sana comunión lleva a edificar individuos sanos.

4)    El lenguaje
El lenguaje humano es también paradójico. Dice y no dice. Esconde y revela. Depende. Depende del contexto y de cómo se use. El cristianismo es “religión” del libro, de la palabra. Pero abusamos de las palabras, escondiendo La Palabra. Nuestras palabras – banales y superficiales en muchos casos – en lugar de revelar la Palabra, la ocultaron.
Así el lenguaje. Por un lado es importante, porque es típico humano y nos permite comunicarnos, expresarnos y revelarnos al otro. Y el amor tiende, por su propia naturaleza, a expresarse y revelarse.
Por el otro el lenguaje dificulta y obstaculiza. Porque el lenguaje siempre nace de una mente y la mente es limitada y condicionada, herida y distorsionada.
Solo el silencio es verdaderamente autentico. Por eso que las palabras y el lenguaje verdaderos nacen del silencio.
La visión mística que estamos proponiendo nos invita a revisar nuestro lenguaje y nuestras palabras.
Porque la palabra es también poderosa y afecta a la manera de ver la vida y, por ende, de vivirla.
Pongamos el caso del término “superior/superiora” que se usa a menudo en la vida consagrada para identificar al o la responsable de una comunidad.
Es una palabra absolutamente anti-evangélica. Surge espontanea la pregunta de cómo entró tan fuertemente en la vida consagrada.
El uso del término generó cierto estilo de vida y cierta manera de comprender la vida consagrada.
Sin duda es un término que es urgente cambiar, por ejemplo con la palabra “coordinador” o “responsable” que, sin duda, son más respetuosas del espíritu del evangelio.
Y también es útil tener presente la dimensión paradójica de lenguaje y no absolutizar lo que es un simple indicador de una verdad inefable e inexpresable: las palabras y el lenguaje apuntan al Misterio – como el dedo a la luna – pero no lo definen y menos, lo agotan.
Esta revisión del lenguaje tiene un vasto campo de aplicación, empezando por la dimensión litúrgica de la iglesia y siguiendo por todo lo relacional a nivel institucional, de grupos, parroquias, comunidades.

Termino subrayando dos ejes que considero fundamentales y que tal vez hubiera sido oportuno que abrieran mi compartir. Si los dejo para el final es porque – después de lo dicho – pueden ser mejor comprendidos, pueden iluminar desde otro ángulo lo expuesto y devolver algo de la paz a las mentes que más se sintieron sacudidas.

·      Del “hacer” al “ser”.
En síntesis podría expresarse así el sentido más hondo de la renovación de la vida consagrada, de la iglesia y del cristianismo en general.
La visión mística es justamente la visión que apunta al Ser, a lo permanente que se manifiesta en lo impermanente, a lo invisible que se revela en lo visible (1 Cor 7, 29-31). Desde siempre y en todas las tradiciones espirituales la dimensión contemplativa es la vivencia que prioriza el ser, lo ya dado, lo presente aquí y ahora.
En la iglesia y en el cristianismo en general hemos ido perdiendo esta dimensión y nos hemos enquistado en un activismo enfermizo, obviamente revistiéndolo de “excusas” evangélicas: el amor al prójimo, la solidaridad, los pobres, las injusticias, lo social, etcétera. Hablo de “excusas” porque a menudo detrás de todo nuestro activismo se esconde un niño herido que no se siente amado y quiere “tapar” su vacío “haciendo”. Este activismo enfermizo nos hace perder el eje del evangelio: la gratuidad. Eje no solo cristiano, sino de todas las religiones. Calmada nuestra ansiedad y devuelta la acción a su sereno y justo cauce nos percatamos que el amor está plenamente presente en el universo y que, simple y maravillosamente, basta reconocerlo.
Reconocido el amor, la acción se genera por si mí misma y es más sabia, más fructífera, más amorosa aún.
Esta es la paradoja. Cuanto más anclados al Ser, a la gratuidad siempre presente y operante, más nuestro actuar se vuelve fecundo y acorde a una armonía ya presente. Es como la nota correcta, el acorde perfecto que entra al momento justo en la sinfonía. Y el ahorro de energía es enorme. Porque cuando actuamos sin esta prioridad del ser, nuestro actuar se reviste del ego y de sus motivaciones más o menos ocultas. Actuamos con ansiedad, de manera desarmónica y a menudo entrando en conflicto con quien piensa y actúa distinto. Desde este actuar que no surge prioritariamente del Ser, se entienden los incomprensibles y absurdos conflictos, celos, envidias, que se viven en el seno mismo de la iglesia a distintos niveles: en los presbiterios, entre obispos y sacerdotes, entre congregaciones religiosas, entre y en las comunidades religiosas y las parroquias.
Volver al Ser requiere y supone, como toda experiencia humana, unas prácticas concretas. Las nombro sin entrar por ahora en detalles:
1)    Experiencia del silencio. Al Ser/Dios y a nuestro ser esencial (único y original) nos conectamos solo a través del silencio. Por eso es fundamental callar la mente inquieta. La mente inquieta cae en las trampas del ego y del activismo.
2)    Hacer menos. Reducir las actividades es esencial. Organizar sabiamente el tiempo, renunciando a cosas inútiles o hasta dañinas, como por ejemplo, la televisión.
3)    Ralentizar los ritmos de vida. Volver a ritmos más humanos y humanizantes. Volver a latir con la naturaleza.
4)    Más calidad y menos cantidad. Discernir nuestro hacer. Apuntar siempre a la calidad de nuestro hacer y no a la cantidad.

·      Dejarse sorprender.
La sorpresa es algo esencial en la Vida. Dios es pura sorpresa. Hemos perdido la capacidad de asombro y de sorprendernos. Los poetas, guardianes del ser, siempre lo supieron. Por eso Goethe puede decir: “Asombro: lo más elevado a que puede llegar el hombre”.
Lo más elevado y la vez, permítanme decirlo, lo básico, lo esencial. Siempre lo más elevado es – simultáneamente – lo más necesario.
En realidad la Vida es siempre pura sorpresa: no sabemos lo que pasará en el próximo instante. Solo nuestra mente herida y disfuncional (que puede llegar a funcionar bien, ese es su estado original) quiere controlarlo todo y saber todo de antemano.
Así hemos construido nuestras aburridas sociedades occidentales, donde los jóvenes solo saben divertirse cuando el alcohol los ilusiona de salir de su rutina habitual.  
Así hemos construido todo el mecanismo educativo y pedagógico: escuelas, liceos, universidades. Una educación que repite y repite concepto mentales y cosas viejas. Una educación cerrada a la novedad, al impulso vital, al fuego de la vida y del instante.
Así hemos ido construyendo (¿o destruyendo?) el cristianismo y la iglesia.
Los dogmas y los catecismos te lo dicen ya todo. Hemos encerrado y embretado al Dios viviente en estantes polvorosos. Nuestras liturgias no dejan espacio para el asombro y la novedad: todo calculado, todo preestablecido, todo fijo.
Nuestras comunidades religiosas y nuestras parroquias tienen ya sus esquemas, sus reglas, sus planes. Quién se atreve a salirse un poco es mirado con recelo y preocupación. Hay poco espacio para que entre una viento fresco.
(Obviamente son consideraciones generales. Hay muchos y hermosos signos de novedad y frescura. Hay gente que se atreve y propone experiencias nuevas).

El Dios de la Biblia no es así El evangelio no es así. El Dios bíblico y el Jesús evangélico son pura vida, pura novedad, pura apertura.
El evangelio justamente nos enseña a vivir al filo del instante y de la novedad, al compás de la creación continua de un Dios amante que es vida plena.
Dejarse sorprender entonces es el camino. El camino para volver a enamorarnos del cristianismo, de la iglesia, de la vida consagrada. Volver al asombro de cada día, cada amanecer, cada rostro. Romper esquemas y estructuras caducas para que la vida florezca, para dejarle espacio a este Dios que es calma y fuego y que se expresa maravillosamente cuando le dejamos.
El cristianismo, la iglesia y la vida consagrada están llamados urgentemente a entrar en esta visión mística, como toda la humanidad del resto. Es nuestro ulterior paso evolutivo, para experimentar Vida y Vida en abundancia (Jn 10, 10).
No querer entrar en esta visión llevará a varias “muertes”, tan vez evitables o innecesarias. Muerte y Vida son la danza festiva del Ser que en ellas se expresa.
Así que, en sentido estricto, la muerte no es un “problema”: es parte de la vida misma.
Entrar en la visión mística nos ayudaría a evitar sufrimientos inútiles y vivir las necesarias muertes ya desde el lado luminoso: el de la resurrección y de la luz.

Stefano Cartabia OMI
stefanocartabiaomi@gmail.com
Uruguay











[1] “Tenemos que aprender que no damos a Dios ningún nombre, de tal modo que creyéramos haberle alabado y honrado como es preciso; pues Dios está por encima de todos los nombres y es inefable” (Maestro Eckhart).

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